Ponga un Rastas o un etarra en su vida
¿Qué le pasa a España para que, cuando sale un Rastas o un Otegi, la discusión sea qué han hecho los pobres y no cómo demonios han llegado a ser importantes?
Alberto Rodríguez, a quien cabe desearle mucha suerte vendiendo pulseras de cuero en alguna bella playa canaria, es ya oficialmente un mártir de la democracia. Desde que agrediera a un policía con una patada progresista, su inhumano martirio le ha llevado a engrosar la trágica lista de torturados por el Estado franquista, sus Cuerpos de Seguridad represores y sus jueces ultraderechistas.
Hay quien dice que la crueldad de su condena será estudiada en el futuro en todas las facultades como el Precedente Rastas o Milli Vanilli contra el Estado, poniendo al fin nombre jurídico a un fenómeno de represión largamente ignorado pero lleno de casos espeluznantes.
Cómo no acordarse de Alfon, icónico rostro juvenil encarcelado injustamente por portar una inocente mochila repleta de explosivos caseros y agredir a dos policías cuando se manifestaba para salvar a la humanidad.
O de Andrés Bódalo, reprimido por aconsejar a una embarazada, con proletarios empujones, que cerrara su comercio y se sumara a la huelga general convocada por esos mismos sindicatos que, entre visita a la marisquería y silencio con el recibo de la luz, acuden al País Vasco a manifestarse junto a la nueva Batasuna en favor de la incomprendida ETA.
O, la mejor de todos, por no alargarnos: la Agustina de Aragón de La Moraleja, la rosa número 14 del paredón, la Florence Nightingale de la resistencia política, la gran Isa Serra.
Los trovadores del futuro cantarán su injusto cautiverio remunerado en el Ministerio de Igualdad tras ser desplazada del escaño autonómico al que el pueblo la llevó en volandas, tras ser agredida en la mano por la cara de una mujer policía presa del heteropatriarcado.
A esa estirpe pertenecen el Gran Rodríguez, su perro, su flauta y su higiene alternativa, en sutil homenaje al aborigen isleño probablemente martirizado también por algún antepasado de Santi Abascal o Álvarez de Toledo.
Todos ellos han emulado a los inolvidables protagonistas de La marcha de Selma a Montgomery, logrando con su ejemplo personal algo similar, aunque aún no lo veamos, al derecho al voto conseguido por los negros en aquel conmovedor episodio de resistencia al poder salvaje de un gobernador inhumano.
Lo sonrojante de todo es que las justificaciones al comportamiento de esos cuatro desgarramantas y otros cuantos de su calaña no difiere mucho, en prensa supuestamente seria y políticos de edad adulta, de la caricatura hecha en las líneas precedentes.
Y que en lugar de preguntarnos qué hemos hecho para que llegue a ser natural que tipejos y tipejas a los que antes no tocaríamos ni con un puntero láser acaben siendo representantes institucionales de los ciudadanos y tengan una retribución que currantes con los riñones desgastados ni rozarán en su vida; nos preguntemos si la tardía respuesta del Estado de derecho ha sido equilibrada.
Al sustituir el debate sobre la degradación del entorno público por una disquisición jurídica sobre el alcance inhabilitante de una sentencia del Supremo, escondemos que el verdadero problema es la elevación a los altares, de un tiempo para acá, de grafiteros habituales de retrete en instituto de extrarradio.
Ese relativismo sirve para que un menda vergonzoso no se vuelva a casa avergonzado, sino entre aplausos; o para que en España discutamos si las palabras de Otegi sobre las víctimas de ETA son buenas, malas, regulares o mediopensionistas.
Mientras él, en las narices de Sánchez y con el indultado Junqueras de la mano, se manifiesta a favor de los terroristas y llama fascistas a las pocas víctimas que aún tienen el valor de plantarse ante ellos y decir que el melenas, el gordo, la pija o el etarra son lo que parecen y huelen a lo que huelen. Sí, a mierda.