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Gila

Fue extraordinario. Pero imitable. Y un tanto incoherente

Se celebró en París un concurso en el que se premiaba al mejor imitador de Charlot. Con identidad falsa, se presentó Charles Chaplin, actuó, fue aplaudido y quedó el tercero. Chaplin atravesó por una época depresiva. –Hay dos tipos en París que hacen de mí mejor que yo–. Una experiencia demoledora. A cuento viene este recordatorio, porque he leído que tres humoristas van a reinterpretar los monólogos de Gila veinte años después de su muerte. Lo harán bien, y será bueno para ellos y malo para Gila. A ver si se atreven a reinterpretar a Luis Sánchez Polack 'Tip', el único inimitable.

Los monólogos de Gila fueron –y son– magníficos. Tuvieron un éxito clamoroso durante el franquismo. Trabajó lo justo y se repitió en exceso, pero cuestionar su genialidad no viene ni a cuento ni a la justicia. A mí, personalmente, me divierten infinitamente más sus dibujos que sus monólogos, porque en los primeros no cae en la indolencia de la repetición. Tenía reservada una página en La Codorniz de Álvaro de Laiglesia. El joven Chumy Chúmez, formidable dibujante donostiarra, se regodeaba en el humor negro. La censura eliminó uno de sus dibujos, titulado Consuelo. Un mutilado de medio cuerpo sobre un carrito lloraba y un amigo le consolaba de esta manera: «No llores, Manolo, porque desde lejos pareces un taxi». Gila también triunfó con sus dibujos de humor negro, que hoy estarían prohibidos por la dictadura de lo políticamente correcto.

En aquellos años, Gila no se ponía la camisa roja. Podría haberlo hecho, pero dejó la reivindicación textil para más tarde. Era de izquierdas y muy mentiroso. Contó que había sobrevivido a un fusilamiento que nunca tuvo lugar. Muchos incautos de las izquierdas se lo creyeron. Y cuando escapó de España, no lo hizo por motivos políticos ni por sufrir persecución del Régimen. Se largó para no tener que pagar a su primera mujer el dinero que le debía. Y siendo de izquierdas, no se cobijó en Cuba, sino en la Argentina de la dictadura militar, con el general Videla de presidente. Si bien, hay que reconocerlo, en una ocasión fue objeto de persecución.

Tomaban una copa en el Gijón Antonio Mingote y Gustavo Pérez Puig. Entró en el recinto Gila, demacrado, y se dirigió a Mingote: «Antoñito, me persigue la Policía secreta». Antonio tranquilizó sus temores. Pérez Puig salió del Gijón y detuvo un taxi, y con Antonio y Miguel Gila cubrieron la breve carrera que separa al Café Gijón de la calle Barbieri, donde se ubica el restaurante Salvador. Pero eligieron para cenar un local menos frecuentado, la Arrubambaya. Y allí, sentados los tres, con Gila más sereno, cenaban con tranquilidad cuando dos policías hicieron su entrada en el comedor y se dirigieron hacia la mesa de Mingote, Gila y Pérez Puig. «¿Don Miguel Gila? Le traemos este sobre del Jefe de la Casa Civil de Su Excelencia el jefe del Estado. En su domicilio no han querido hacerse cargo de él. Buenas noches».

En el sobre, el jefe de la Casa Civil de Su Excelencia el jefe del Estado solicitaba a Miguel Gila que actuara de nuevo, como casi todos los años, en la cena que Franco ofrecía en los jardines del Palacio de la Granja de San Ildefonso en la noche del 18 de julio. Le urgía la confirmación y le informaba de la remuneración a la que tendría derecho en el caso de aceptar. Y Gila acudió a La Granja, deleitó con sus monólogos a un público entregado, y fue efusivamente felicitado por el jefe del Estado y su mujer, doña Carmen Polo. Franco ceceaba al hablar y ceceó con Gila: «Ha eztado uzted muy graciozo, como ziempre».

Gracias a la persecución policial, triunfó.

Y les deseo suerte a sus imitadores. Pero no caigan en la cursilería progre de creer la biografía que se inventó ya en la democracia reinada por Don Juan Carlos I, con muchos años de retraso.

Fue extraordinario. Pero imitable. Y un tanto incoherente.