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Un Gobierno antisistema

Un ciudadano puede expresar su desacuerdo con una sentencia, pero no puede hacerlo un ministro porque existe la independencia judicial

En algunas ocasiones, es posible acometer una revolución sin necesidad de obtener el poder mediante la violencia. Un puñado de arribistas pueden llegar al gobierno a través de los mecanismos e instituciones que odian y aspiran a destruir. Acaso no se haya reparado bastante en la gravedad que entraña que, en un régimen democrático, un ministro (o ministra) del Gobierno acuse al Tribunal Supremo de haber dictado una sentencia condenatoria sin pruebas a un diputado por agresión a la Policía. La bellaquería que pugna, y no sin éxito, por imponerse en nuestra sociedad, pretenderá que la ministra (no sé qué pecados colectivos debemos espiar para tener que soportarla) se limita a ejercer su libertad de expresión. Aparte de que atribuir al más alto tribunal de la Nación un delito de prevaricación no sea algo amparado por la libertad de expresión, nuestros gobernantes (o muchos de ellos) ignoran un principio fundamental del Estado de Derecho y otro inherente a la convivencia civilizada. Acaso sea mucho pedir.

Parece ejercicio de ingenuidad pretender que los miembros del Gobierno posean un mínimo sentido del Derecho y del Estado de Derecho. Un ciudadano puede expresar su desacuerdo con una sentencia judicial, y, por lo tanto, un periodista y un escritor y una feminista. Pero no puede hacerlo un ministro del Gobierno porque existe la independencia judicial y la división de poderes e, incluso, la decencia política. Mas aquí se revela, una vez más, la concepción del Derecho dominante entre nuestros extraviados gobernantes: una especie de mezcla extravagante entre el voluntarismo jurídico y la teoría del uso alternativo del Derecho. El Derecho es pura expresión de la voluntad arbitraria de la facción política gobernante siempre que sea la suya. Si gobiernan los otros, la cosa cambia. Son positivistas jurídicos con condiciones, freno y marcha atrás. Si la ley les gusta, a obedecer. Si no, a las barricadas. Nada cabe oponer al sacrosanto derecho de la mujer a abortar, pero si la ley condena el aborto, entonces se convierten en hipócritas y furibundos iusnaturalistas que apelan a la desobediencia y a la rebelión. Si la ley me gusta, obediencia ciega. Si no, rebelión. Pura coherencia. El Derecho no ha de buscar la justicia sino satisfacer la ideología. Los jueces han de estar sometidos al Derecho, pero para ellos el Derecho es la voluntad del Gobierno. Luego, los jueces han de obedecer al Gobierno (siempre que gobiernen ellos; en caso contrario, uso alternativo del Derecho). Ya aclaró Tocqueville que la tendencia natural de las democracias conducía al establecimiento de un poder único y central.

Tampoco comprenden que lo que es correcto o no decir depende de quién lo diga y dónde lo diga. Así, no es lo mismo que hable un ministro, un profesor, un padre (o madre, no vaya a ser), un periodista o un juez. Son consecuencias de la civilización y del buen sentido. Pero los nuevos bárbaros ignoran todo de la civilización que les acoge. A algunos se les nota ya en su aspecto físico y en su indumentaria. Lo exterior revela lo interior.

El Gobierno es así fiel a su inclinación natural y a sus apoyos. No hay nada parecido en Europa. Una coalición de socialistas (no socialdemócratas) y comunistas (vamos, un Frente popular) apoyado en separatistas, golpistas y terroristas. La libertad mengua y la gestión nos arruina. Parece que el Gobierno se hace la oposición a sí mismo. Tal vez por eso la oposición tampoco se esmera mucho. Una casa dividida no puede gobernarse por mucho tiempo. Pero mientras tanto la Nación se precipita hacia la decadencia y la degradación política y moral. Y uno llega a pensar si no estaremos padeciendo un Gobierno antisistema.