Los españoles no somos bichos raros
Nuestras anómalas tasas de paro son herencia de una legislación laboral inadecuada, a la que Sánchez pretende volver por orden de los comunistas
Para denigrar a los ingleses, Napoleón solía referirse a ellos como «una nación de tenderos». Sin saberlo creo que los estaba elogiando, pues un tendero suele ser una persona laboriosa, con vis comercial y sentido del orden, que no incurre en chifladuras contables. En España nos acordamos de las cuentas solo cuando la economía ya nos ahoga y algún cataclismo se cierne sobre nuestras crismas. Pero en el Reino Unido y Estados Unidos tienen la curiosa costumbre de que les interesan los números, destripar el detalle empírico de las cosas. En 1978, el Congreso estadounidense encargó un profundo estudio para conocer las consecuencias del paro sobre la vida de las personas. Según sus conclusiones, cada punto de subida del desempleo provocaba 20.240 infartos mortales más, 920 suicidios más, 495 muertes más por cirrosis, un aumento de los ingresos en psiquiátricos de 4.227 pacientes y 628 homicidios más.
El informe concluía algo obvio: la carencia de un puesto de trabajo provoca terribles sacudidas en las vidas de las personas. Por eso favorecer la creación de empleo es una de las pocas labores verdaderamente cruciales de todo Gobierno.
España arrastra un problema endémico de paro. Sus anómalas tasas no se corresponden con la categoría del país y su estatus económico. Estadística tras estadística, siempre salimos colorados en la foto como los peores de la UE, a la vera de los inefables griegos. ¿Cuál es la razón de esa excepción española? Los que saben señalan dos posibles explicaciones: 1.-El empleo sumergido, que hace que la tasa de paro española no sea en realidad la que se declara. 2.-Un sistema laboral excesivamente rígido, herencia todavía del modelo franquista, tan protector que resultaba una suerte de corsé, que en la práctica desincentiva la creación de empleo.
Los españoles no somos bichos raros. Teníamos –y tenemos– un paro excesivo debido a unas reglas laborales inadecuadas (también por una notable dependencia de los empleos estacionales). Lo sabía Felipe González. Pero dio unos pasos liberalizadores muy tímidos. Solo en febrero de 2012, cuando España soporta una crisis de caballo, se atreve por fin un Gobierno a reformar un poco en serio las relaciones laborales (atendiendo al apremio de Bruselas). Llega así en febrero de 2012 la reforma laboral que lleva el nombre de la ministra Fátima Báñez. Esa liberalización funcionó. Los datos están ahí. Sirvió para crear más puestos de trabajo, que es de lo que se trataba, no de tocar la lira declamando lírica «progresista».
Ahora Sánchez, el hombre de goma de la política europea, anuncia que va a cepillarse aquella reforma por la presión de sus socios comunistas. Lo hace solo tres días después de explicar que no habría tal derogación, sino solo un simple retoque de ciertos aspectos de la norma de Rajoy. Mi apuesta –y me juego una mariscada de esas que disparan el ácido úrico– es que al final no la eliminará, porque Bruselas solo lo aprobaría si se hace con el apoyo explícito de los empresarios, lo cual parece harto difícil. Pero mientras tanto asistimos a lo de siempre: frivolidad maniobrera. Siendo el desempleo el primer problema para los españoles, su presidente toma sus elásticas decisiones al respecto solo por imperativo de las alianzas que necesita para mantenerse en el poder como lo que es: el presidente más débil de nuestra democracia.
Sánchez anuncia la derogación de la reforma laboral sin concretar siquiera qué quiere imponer en su lugar. La política convertida en una cansina partida de trile.