Montero, la del guante blanco
Solo hay algo que mejora la chulería de la ministra de Hacienda, el único ladrón de guante blanco con permiso para atracar: la reacción de los presentes
La imagen no tiene desperdicio. Se ve a la mayor de las Azúcar Montero, como bautiza Carlos Herrera a las dos ministras del mismo apellido, dando un mitin en Andalucía este fin de semana. De repente, María Jesús, con su muñecos expectantes en la platea, se arranca por chiquilladas, que es el palo flamenco que más se toca en el polígono de La Moncloa, y suelta su admonición:
«La plusvalía la arreglo este lunes en el Consejo de Ministros».
Lo dice con una larga sonrisa que ensancha los límites de la boca como la entrada al Metro por la Puerta del Sol, y gesticulando con los brazos como si pudiera abarcar todos los ahorros de quienes, incautos, pensaban que el atraco municipal había terminado con la decisión del Tribunal Constitucional declarándolo ilegal.
Solo hay algo que mejora la chulería de la ministra de Hacienda, el único ladrón de guante blanco con permiso para atracar. La reacción de los presentes, parecida a la epifanía que debían experimentar los seguidores suicidas del reverendo Jim Jones cuando les soltaba, en la Guyana francesa, sus salmos purificadores.
Todos se arrancan con las palmas y, cuando creen que el anuncio merecía algo más que poner en riesgo los 27 huesos carpianos de la mano, los más entregados comienzan a levantarse de las pocas butacas que había para tantos traseros, en cantidad y tamaño, como si allí estuviera el huraño Van Morrison aceptando hacer un improbable bis.
Destaca Juan Espadas, el funcionario del PSOE que lleva viviendo de las plusvalías desde que a Sevilla se la conocía por Hispalis, pero nunca tuvo ocasión de percibir ni denunciar el saqueo andaluz de los suyos ni la extravagante contratación de su propia esposa en un chiringuito chavista. Pero el respingo lo acaba dando toda la afición, consciente de que con aquella proeza de la ministra acababan de garantizarse algunos trienios más de sueldo público.
Destaco la estampa por lo que tiene de maravilloso ejemplo de las prioridades de la industria política, la única que jamás sufre los efectos secundarios de sus propias decisiones o de la ausencia de ellas: en pandemia, mientras se amontonaban curritos en las puertas del SEPE a la espera de cuatro duros de ERTE; allá dentro había menos vida inteligente que en una reunión de barones del PSOE con Sánchez, y los empleados del servicio veían subir los salarios desde casa mientras su jefa, a titulo de ministra de Empleo, presumía de aplicar una compensación impulsada en realidad por la fascista Báñez.
La plusvalía es técnicamente un impuesto municipal que da a los alcaldes el permiso a robarte para que en sus pueblos el mejor trabajo posible sea ser concejal. Y que, en síntesis, duplica los pagos que ya se abonan con el IRPF en nombre de unas ganancias que quizá ni existan.
Pero es, sobre todo, la metáfora caníbal de una clase política que ha desarrollado una versión perversa, y perfecta, de la teoría freudiana del superyó para ser, siempre, la primera en saltar del barco que previamente ha hundido, entre quejas incluso de las ratas sorprendidas por la celeridad.
Nadie corre tanto por salvar lo suyo a costa de los niños, si hace falta. Y nadie ha logrado que el Bienestar del Estado sea la única prioridad innegociable cuando todo lo demás va a pique: en España han cerrado miles de pequeñas empresas, pero ningún observatorio pedáneo público del mismo clima que ya se analiza en uno de ellos.
Pero que además lo confiesen en público, aplaudiéndose a sí mismos hasta romperse las manos, supera todos los límites imaginables y obliga ya a exiliarse muy lejos.