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Perdido en La Arboleda

Soy un enamorado de la poesía de Rafael Alberti pero como ser humano fue un indeseable

A los genios, igual que a los tontos, no se les puede exigir que sean buenas personas. Picasso y Neruda fueron dos bichos, pero ha quedado su obra y el tiempo olvida. Soy un enamorado de la poesía de Rafael Alberti y puedo presumir de recitar de memoria centenares de sus poemas. Pero como ser humano, fue un indeseable. Su militancia en el comunismo nació de un resentimiento social. En El Puerto de Santa María todos se conocían. Y Rafael Alberti quería ser un Osborne, un Terry, un Caballero o un Domecq. Estaba emparentado con los Terry Merello, compartiendo con ellos su segundo apellido. La Arboleda Perdida, preciosa autobiografía de su infancia, era el 'Pinar' de los Osborne, al que tenía de niño libre acceso por la generosidad del Conde de Osborne. Y siendo ya miembro del PCE, por 25.000 pesetas –un dineral en 1928–, escribió un extenso poema por encargo de las Bodegas Domecq al Ilustrísimo Señor Vizconde de Almocadén, regodeándose en la coba, la adulación y la admiración confusa.

Licencia tú mi canto, caballero,

Buen caballero, flor de Andalucía;

Y tu alma para un himno verdadero

Dé al alma de mi voz, al alma mía.

Que ella alcance por ti, luz duradera

¡Oh gran Rey de Jerez de la Frontera!

Y eso en el prólogo. Lo que sigue es de alipori. Un comunista vendido, lo cual nada tiene de extraño. Poeta formidable y luminoso. Y un cabrón con pintas.

En noviembre siempre lo recuerdo mal. Su paisano, amigo de su familia y portuense de bien, don Pedro Muñoz-Seca, se hallaba detenido en la checa de San Antón de Madrid. Santiago Carrillo era amigo de Alberti y ya había comenzado, el día 6 de noviembre, su genocidio en Paracuellos del Jarama, donde fueron fusilados seis mil inocentes, 50 niños entre ellos.

Don Pedro era doctor en Filosofía y Letras y Derecho, y sus dos hermanos, don Francisco y don José María, médicos. Don Francisco, médico en el Puerto; don José María, pediatra en Madrid, recién doctorado. Las noticias no eran optimistas. Cada día eran «trasladados» entre 200 y 300 presos a Valencia, pero los milicianos comunistas y socialistas se equivocaban de carretera y se detenían en Paracuellos del Jarama. El doctor José María Muñoz-Seca era íntimo amigo, como un hermano, de Vicente Alberti, hermano de Rafael. Y le pidió que intercediera por don Pedro. Insistió en ello. Al fin, casualmente, se encontraron los dos hermanos, Rafael y Vicente en la calle de Alcalá de Madrid. Principios de diciembre de 1936.

–Vicente, no sigas dándome la lata con Perico Muñoz-Seca. Ya lo hemos matado.

En efecto. Fue fusilado y rematado de un disparo en la sien el 28 de noviembre. Y aquella noche, Alberti y Carrillo coincidieron en una cena en la embajada de la URSS, invitados por el Embajador, el escritor Ilia Ehrenburg y el gran Comisario Miháil Koltsov, el hombre de Stalin en Madrid durante la Guerra Civil española. Carrillo y Alberti hablaron brevemente en un rincón del salón. Y después de hacerlo, el poeta portuense, rogó atención y silencio a los asistentes e improvisó las siguientes palabras: «Señoras y señores, compañeros camaradas, mi joven amigo Santiago Carrillo, nuestro Delegado de Orden Público y Seguridad, me acaba de comunicar que hoy ha muerto uno de nuestros mayores enemigos, el católico, monárquico y fascista Pedro Muñoz-Seca. ¡Son gajes de la Guerra!... (risas). El mes pasado ellos acabaron con Federico, Federico García Lorca, y hoy le ha tocado el turno a uno de ellos. Ahora dirán que somos unos asesinos. ¿Y ellos? Con una diferencia. Que ellos solo saben donde cayó Federico, mientras «su escritor» ha sido enterrado donde ha sido ajusticiado. ¡Tampoco pierde mucho el Teatro! ¡Viva la República, Viva Rusia y Viva Stalin».

Don Pedro, que no Alberti, era amigo de García Lorca. Alberto envidiaba a Federico más que Marhuenda a mí. Y está enterrado «donde cayó», en una fosa común con 200 cadáveres.

Alberti fue un gran poeta. Y simultáneamente, con la misma dimensión, malísima gente. Un hijoputa cobarde con mono de miliciano siempre planchado que jamás se atrevió –como Bergamín–, a acercarse al frente de guerra.

Memoria Histórica.