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¿Qué hay en la cabeza de Irene Montero?

Más que de ella, la auténtica culpa es del presidente que la mantiene ahí como ministra sin estar cualificada

Érase que se era un grupillo de activistas universitarios madrileños, profesores bisoños de liviana trayectoria, credo comunistoide y talante vital cuasi adolescente. Camiseta, botellín, marxismo camp y fábulas bolivarianas. Aprovechando la durísima resaca de la crisis de 2008, que zarandeó a multitud de hogares, montaron un partido populista antisistema engrasado por parné de aroma caribeño. Les fue bien electoralmente, pues muchas personas legítimamente enfadadas al ver cómo sus economías descarriaban se entregaron a la esperanza de lo que se hacía llamar «Nueva Política». Nacía Podemos, el partido de «La Gente», y Ciudadanos, un invento catalán de guapos oradores de pico de oro con altivas lecciones magistrales a diestra y siniestra. El éxito de ambos se nutrió además de la roña que embadurnaba entonces a PSOE y PP (caso ERE, sindicalistas trincones, las andanzas de Bárcenas, Granados, González…).

A Podemos se le vio raudo el plumero. Se desempeñaban con un osado analfabetismo numérico, pues desconocían los más elementales rudimentos de la administración, y se mostraron como una muchachada felona con su país y entreguista con el separatismo. Además, surgieron las peleas de egos. Aquello de ir todos juntos al cine arropando al paciente bebé de Bescansa se acabó presto. La pandi se fracturó. Iglesias se apoderó del cotarro y promocionó como número dos a su nueva novia, tras arrumbar en el gallinero del Congreso a la anterior, caída en desgracia tras perder el amor del líder carismático. Feminismo en estado puro.

Aun así, no habrían estado en condiciones de hacer daño de no ser por Sánchez, que les abrió la puerta del poder real. Primero les regaló los ayuntamientos de importantes ciudades, donde ofrecieron un recital de insolvencia, y después los metió en el Gobierno de la nación contra la firme promesa de que jamás lo haría. La irresponsabilidad de Sánchez convirtió en ministras a Irene Montero e Ione Belarra, carentes de la más mínima cualificación para sus cargos, y elevó a vicepresidenta a la sobrevaloradísima Yolanda Díaz, que en Galicia se presentó dos veces a candidata de la Xunta con idéntico resultado: cero escaños (y es que los gallegos la conocían bien). En cuanto a Iglesias, su valía queda certificada por el hecho de que ya está prejubilado de la política y buscando bolos televisivos con su nuevo corte de pelo de bajista de Duran Duran.

Irene Montero pretende ahora modificar la ley del aborto de Zapatero para hacerla todavía peor. Las chicas de 16 y 17 años podrán abortar sin consentimiento paterno. Aunque eso sí, su colega Alberto Garzón prohibirá en otra ley que esas mismas menores puedan ver anuncios de palmeras de chocolate, foskitos y tigretones (así está España: el azúcar importa más que la vida). Los médicos y sanitarios objetores frente al aborto serán marcados por Irene mediante un registro de sospechosos, que contraviene los derechos más básicos de los profesionales. Además su reforma incluye novedades de ramalazo friki: Irene quiere imponer por ley la píldora anticonceptiva masculina, para que haya «contraconcepción con perspectiva de género». Es un logro asombroso de la ministra, pues a día de hoy no existe tal fármaco.

¿Qué ha llevado a Irene Montero, hija de una familia española de próspera clase media y madre de tres hijos, a esa obsesión con la subcultura de la muerte y las sexualidades minoritarias? ¿Por qué todas sus palabras destilan rencor, rabia, desazón? ¿Qué bulle en esa cabeza? Es una pena tener que ocuparse de personajes tan menores. Pero el gran bromazo de Sánchez es que nos gobiernan.