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La plusvalía, un impuesto confiscatorio

El impuesto sobre el incremento del valor de los terrenos de naturaleza urbana (IIVTNU), conocido coloquialmente como «la plusvalía», fue declarado inconstitucional, en cuanto a su fórmula de cálculo, por el Tribunal Constitucional el pasado veintiséis de octubre. Eso se debe a que dicho cálculo era tan perverso y confiscatorio que el contribuyente se veía obligado a pagar el impuesto cuando vendía con pérdidas, simplemente porque la normativa no tenía en cuenta el valor de mercado de compra y venta al que se realizaba la transacción, sino que daba por hecho el incremento de valor en base a una fórmula publicada en la normativa que regulaba dicho impuesto. Por tanto, aunque para el contribuyente supusiese una pérdida, las corporaciones locales no dejaban de ingresar un impuesto calculado sobre un hecho imponible ficticio, pues no había tal ganancia.

Ese perverso sistema de cálculo se establecía de la siguiente manera: la base imponible era el incremento del valor del terreno puesto de manifiesto en el momento de la transmisión y se determinaba en función del período de titularidad sobre el inmueble, con un máximo computable de 20 años, que resultaba de aplicar, a la parte correspondiente al suelo del valor catastral del inmueble, un porcentaje por cada año de tenencia cuyo tope máximo estaba fijado en la Ley de Haciendas Locales, con los siguientes períodos:

  • Período de uno hasta cinco años: 3,7.

  • Período de hasta 10 años: 3,5.

  • Período de hasta 15 años: 3,2.

  • Período de hasta 20 años: 3.

Por tanto, la base imponible era la siguiente:

Donde VCs era la parte del valor catastral del inmueble correspondiente al suelo, Pn el número de años de tenencia, e in el porcentaje aplicable a dicho periodo de tenencia.

Del mismo modo, la cuota íntegra se obtenía de aplicar el tipo de gravamen fijado por el municipio (con un máximo del 30 %) sobre la citada base imponible.

Es decir, para la Administración había ganancia siempre y, por tanto, no dejaba de cobrar ese impuesto. Era, como vemos, injusto y confiscatorio, hecho que le ha llevado al Constitucional a anularlo.

Sin embargo, no se entiende que, siendo inconstitucional, el Tribunal Constitucional impida reclamar a quienes ya han pagado el impuesto sin que hayan pasado cuatro años

de ello si hay una resolución administrativa firme o si las liquidaciones provisionales o definitivas no han sido impugnadas. Vamos a ver: si es inconstitucional, habrá de serlo en cualquier caso, con lo que el Tribunal debería, a mi juicio, permitir e incluso obligar a revertir el mal causado por la aplicación de un cálculo inconstitucional. Si a los bancos se les ha obligado a devolver lo cobrado por lo establecido –y firmado ante notario– por las cláusulas suelo, con el argumento de que había abuso de poder y desinformación, ¿no debería aplicarse algo similar a la Administración, máxime cuando esto es coercitivo, a diferencia de una hipoteca, donde se podrá discutir si hay o no abuso de poder, pero que en ningún caso es obligatoria por ley? ¿Es que si la Administración es la que comete el atropello no está obligada a repararlo? Posiblemente, quienes recurran ante la justicia europea puedan enmendar este problema, pero no deja de ser chocante que se cierre la puerta en España a dicha reclamación.

La plusvalía es un impuesto potestativo de los ayuntamientos, es decir, que si no quisiesen imponerlo podrían hacerlo. El impuesto es estatal, pero no marca un tipo mínimo, como sí que hace en el caso del Impuesto sobre Bienes Inmuebles (con el mínimo del 0,4 %), de manera que los ayuntamientos pueden no cobrarlo. Sin embargo, ninguno ha querido renunciar a lo que constituye su segunda fuente de financiación, tras el mencionado IBI. Hubo un proyecto para eliminarlo en Madrid, ya que Esperanza Aguirre, con su candidatura en 2015, tenía pensado acabar con él, pero por 7.937 votos que le faltaron para el concejal número 22 que le habría dado la mayoría absoluta con Ciudadanos, Carmena pudo aliarse con los socialistas y conseguir la alcaldía, desvaneciéndose aquel proyecto de eliminación de la plusvalía.

En lugar de que el fallo del Constitucional, que declara inconstitucional el sistema de cálculo, haya sido destacado por el expolio injusto cometido sobre los contribuyentes durante todos estos años, lo ha sido por la preocupación de que las corporaciones locales se queden sin su segunda fuente de ingresos, de manera que el Gobierno ha acelerado para aprobar un decreto que le permita recuperarlo de inmediato.

Muchos ayuntamientos deberían aprovechar ahora para reducir lo que no sea imprescindible de sus actuaciones de gasto y renunciar a volver a imponer un impuesto tan injusto como es la plusvalía, por mucho que en su rediseño den opción al contribuyente de elegir la opción menos desfavorable para él, porque desfavorables son todas, ya que es confiscado coercitivamente. Los ayuntamientos deben prestar los servicios básicos de asfaltado, alumbrado público, alcantarillado, pavimentación, seguridad, bomberos y servicios de emergencia, tráfico, conservación de parques y jardines y seguridad, y poco más. El resto, es meterse en funciones que no les corresponden; no es que sean competencias impropias, como les gusta decir, es que no son sus competencias, y, por tanto, no deben llevarlas a cabo ni malgastar el dinero del contribuyente en actuaciones que no deben hacer, dinero que es obtenido vía impuestos. Sin embargo, la inmensa mayoría de ayuntamientos –sin distinción política– estará encantado con esta nueva regulación que les permitirá seguir extrayendo del contribuyente estos recursos adicionales, que en ocasiones llega a la asfixia. Es una pena, pero, desgraciadamente, así se comportan.

Puede que la Administración General del Estado, por lealtad constitucional, deba compensar a los ayuntamientos por la pérdida motivada por el fallo judicial, al ser el sistema de cálculo una responsabilidad del Gobierno, por ser un impuesto estatal, regulado en la Ley de Haciendas Locales, y otra es que deba seguir aplicándose algo que no tiene ningún sentido para seguir sufragando actuaciones de gasto que no les corresponden a los ayuntamientos. Con menos gasto y menos impuestos, viviremos mejor, especialmente en este caso, ya que no perderíamos ninguna actuación de gasto esencial y rebajaríamos el esfuerzo fiscal al que estamos sometidos todos los contribuyentes. Triste consuelo es el que nos queda: durante un par de semanas, habremos sido más libres tributariamente hablando, antes de que por Decreto –dudosa figura para reimponer un impuesto, cuando lo ortodoxo sería hacerlo mediante un proyecto de ley– nos impongan de nuevo el yugo de este impuesto, envolviéndolo, además, en el celofán buenista de que es por nuestro bien.