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El tedioso

Se mueve en soledad, amablemente rechazado. Y va dando el coñazo a todo el que se encuentra con Cervantes, con Espriu, con la sardana y con Puigdemont

Cuando se alcanza determinada edad, la mía, los debates políticos, sociales y culturales se desarrollan con uno mismo. Cuando llega el pelmazo de turno, y me plantea una conversación con pretensiones de profundidad, siempre le respondo con la misma impertinencia: «Perdona, estoy veraneando». El tostón se queda sin reflejos cuando la respuesta se produce en noviembre, enero o febrero. Este último verano me hallaba en un momento de plena felicidad. Día de sol brillante. La muchedumbre en la playa. Me instalé en la terraza del Real Club Estrada de Comillas, con una cerveza helada y un plato de tacos de jamón serrano, que en tacos sabe mucho mejor. Y llegó el pelma. Sin pedir licencia, se sentó en mi mesa y adoptó una expresión de trascendencia. De una muy conocida familia de Barcelona. Yo bebía la cerveza y tomaba mis taquitos de jamón mientras leía en el diario Alerta las últimas noticias de los Bolos Montañeses. El Alerta le dedica en plena temporada varias páginas, en tanto que El Diario Montañés apenas le concede importancia al deporte autóctono de Cantabria, de soltera provincia de Santander. La pregunta no se hizo esperar: «¿Consideras a Cervantes mejor escritor que Salvador Espriu?».

Sólo un cretino puede formular esa pregunta a un tipo que disfruta en soledad de una cerveza y una ración de tacos de jamón mientras se pone al día de los aconteceres bolísticos que, aquí en La Montaña, son aconteceres de sobresaliente importancia. «Pues sí, lo siento, son incomparables. Es igual que si me preguntas si prefiero una actuación del Ballet de Igor Moisseiev de Moscú a una sesión de sardanas». «Siempre tan anticatalanista», me soltó enfurecido. «No soy en absoluto anticatalanista, soy antipelmazos como tú». «¿Y por qué te gusta más Cervantes que Espriu?», insistió. Me permití preguntarle mientras alejaba de sus tenazas el plato de jamón que había reducido su contenido de tacos desde su llegada. «Es curioso. Esto del jamón en tacos es muy de ‘Madrit’». «¿Si te dan a elegir entre un Bentley y un rinoceronte, qué opción escogerías?». «No entiendo tu pregunta», me respondió; «yo tampoco»; «entonces, ¿por qué me la planteas?»; «para que te vayas y me dejes en paz, que estoy veraneando». Al incorporarse, me birló otro taquito, y masticando con la boca abierta me soltó la última pregunta de importancia universal. «¿Crees que Puigdemont es un buen catalán o un equivocado?». Mi opinión no le gustó: «Ni es un buen catalán, ni un equivocado. Es un forajido cobarde huido de la Justicia, y un presidente de la Generalidad que os ha dejado en bragas a todos los transversales como tú»; «querrás decir ‘Generalitat’»; «no, porque hablamos en español. Tarradellas, cuando se refería en español a la Generalidad, decía Generalidad, y si lo hacía en catalán, ‘Generalitat’. Y tú no eres un catalán tan inteligente como Tarradellas». Al fin se marchó. Pero se había comido la mitad de mis taquitos, la cerveza estaba calentorra, y me dejó de interesar en aquellas circunstancias las noticias de los Bolos Montañeses.

Hoy, a primera hora de la mañana, cuando me hacía con los periódicos del día, me lo he topado de golpe. No me ha saludado. Llevaba bajo el brazo La Vanguardia de los Godó. Y en la solapita de una chaqueta muy mona, un lacito amarillo. Aquí no le dan importancia a lacito alguno, pero él lo mostraba con inabarcable orgullo. Forma parte de una familia que jamás ha coqueteado con el nacionalismo, y menos aún, con el separatismo. La generación anterior a este tonto, como muchas familias de la Alta Burguesía de Barcelona, no habla ni patata de catalán porque lo consideran un idioma paleto, de tenderos. Pero en esta generación, muchos de sus componentes son catalanistas a ultranza. Quizá no tengan la culpa. Pero se trata de una realidad. Fuera de Cataluña han perdido el sitio que antes dominaban. Se mueve en soledad, amablemente rechazado. Y va dando el coñazo a todo el que se encuentra con Cervantes, con Espriu, con la sardana y con Puigdemont. No es un caso aislado de majadero. Es un enfermo más de la supremacía catalana que ha convertido a Cataluña en una aldea pendiente, exclusivamente, de su campanario. Al menos, la tabarra no me la vuelve a dar. Ni a comerse mi jamón.