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Por qué hay que apoyar a nuestros «chalecos amarillos»

A los chalecos amarillos franceses no les vieron venir porque nunca les miraron. A los camioneros españoles, no los quieren ni mirar porque les están viendo venir

No se ha escuchado a los sindicatos decir ni mu, o decirlo muy bajito, sobre la pandemia de protestas que empieza a extenderse por España mientras el Gobierno se dedica a celebrar el 20-N, para placer de un Franco del que solo se acuerdan los antifranquistas sobrevenidos entre gin tonic en copa grande y bocadito de sushi.

A los camioneros se le suman los ganaderos y los agricultores, amén de policías y guardias civiles; en una primera oleada de indignación que sería ya masiva de contar con los altavoces melodramáticos que tuvo en su día la terrible pandemia de ébola, saldada con un perrito muerto y la decencia periodística a la altura del astrágalo donde Sánchez se coloca los pantalones cuando dialoga muy fuerte con ERC o Bildu.

El despiste sindical es el epítome de la incredulidad de la izquierda española cuando la gente normal se planta: los que más hablan del pueblo son los que menos lo conocen y entienden, en una modalidad de despotismo nada ilustrado que se descoloca cuando el pueblo de verdad se expresa.

Hay que apoyar a camioneros, agricultores, agentes y ganaderos, aunque cenemos de lata en Nochebuena, porque representan una cierta esperanza de desperezamiento de la atomizada sociedad española; demasiado disgregada, demasiado cansada y demasiado ocupada como para lograr que la escuchen los tiranillos del establishment político y evitar que sus representantes profesionales pacten o callen en su nombre por incomparecencia.

Todos ellos encarnan un poco a la única de las dos Españas reales existentes, alejadas de las tonalidades en rojo y azul que fabulan la izquierdita patria, más pija que el logotipo de Lacoste, y la sindicatura oficial, más vertical y bulímica que en el Régimen.

Se trata de esa España que paga, sufre, curra y pringa en un ciclo eterno como el de Sísifo con su dichosa piedra; y que se ve ignorada, cuando no insultada, por la que pone el cazo o saca la pistola para atracarla.

En esa España que ni siquiera disfruta del bálsamo de sentirse estimada ni recibe agradecimientos por su esfuerzo, habita la inmensa mayoría de una ciudadanía exhausta por el sacrificio y desbordada por un contrasentido infernal.

Ser normal, no meterse en líos, cumplir razonablemente con las responsabilidades propias y no odiar demasiado a nada ni a nadie tiene por compensación el desprecio de quien le recauda hasta dejarle un diezmo, y el cachondeo de quien recibe el fruto de ese trabajo y le exige, o le impone, que pague otra ronda.

A los chalecos amarillos franceses no les vieron venir porque nunca les miraron. Y a los camioneros españoles, como a los pequeños comerciantes, las empresas familiares, los autónomos o los currantes por cuenta ajena, no los quieren ni mirar porque les están viendo venir.

Solo cuando todo es desesperado, decía Chesterton, la esperanza se transforma en una fuerza. Aunque no lo entiendan Pepe Álvarez ni Unai Sordo, viceministros sindicales del Movimiento; y aunque los pecés de Yolanda Díaz y los Pollemos de la carvajalada de Ione Belarra no se enteren de la vaina; apoyar a toda esa gente que se va a lanzar a las calles en los próximos días es un acto de autodefensa ante tanto robo.

Ellos a las mariscadas; nosotros a la calle, con el tractor amarillo si es menester. Y si les llaman fachas, díganles que, para pintas, las suyas.