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El enigma del odio

Enigmático es el odio de esas mujeres de la ultraizquierda que han conseguido llegar a cimas insospechadas por toda suerte de sendas y en lugar de agradecer con el buen ánimo su inmerecida suerte, han convertido en odio lo que tendría que ser gratitud y alegría

Tuve una lejana prima que vivía inmersa en el odio hacia todo lo que se moviera en su entorno. Odiaba a sus padres, a sus hermanos, a sus primos, al perro, a la tortilla de patatas, a los porteros de su casa, a la primavera, el verano, el otoño y el invierno. Odiaba a la luna llena, que ya es odiar. Y todo por unas minucias, unos pequeños detalles que torturaban su estado de ánimo. Era muy fea, es cierto. Y gordísima. Y a los 40 años mantenía en su rostro los destrozos del acné juvenil. Pero sus padres y hermanos eran también muy feos, y no odiaban al mundo. Decía cosas muy antipáticas sin ton ni son, y abofeteó en plena confesión al Padre Aniceto Ruidera, de la Orden Carmelitana, en la misa de las 12 de los Carmelitas de Ayala. Al pobre Padre Aniceto se le escapó un comentario inoportuno. Le preguntó durante su reconciliación con Dios: –¿Has cometido actos impuros?–; y ella respondió con un «no» rotundo. Entonces el sacerdote carmelita fue víctima del subconsciente y susurró: –claro, con ese aspecto, qué tonterías pregunto–. Y se la llevó puesta el Padre Aniceto, que por otra parte, hay que reconocer que no estuvo a la altura de las normales circunstancias penitenciales.

Mi prima insultaba a los viandantes, no soportaba la presencia de una mujer guapa, y pinchaba los globos a los niños. Y se fue apartando poco a poco del mundo y de su fe cristiana. Ignoraba que el odio, cuando se incrusta en el hígado, agiganta hasta extremos insoportables la fealdad, tanto la física como la anímica. Y mi prima a los 45 años alcanzó la cumbre de su fealdad. Para angustiar aún más su amargura, le creció desmesuradamente el bocio, le nació bigote y le emergieron golondrinos bajo los brazos. Falleció como consecuencia de una enfermedad que no tenía tratamiento ni remedio. De odio.

Con los años, he comprendido su tragedia. Su funeral, también oficiado en los Carmelitas de la calle de Ayala de Madrid, fue una fiesta. Todos los asistentes rezaron sonrientes, el Padre Aniceto parecía haberse quitado diez años de encima, los niños se abrazaban alborozados y los padres, más que sentidos pésames, recibieron toda suerte de enhorabuenas.

Durante los saludos, en lugar de una pieza ejecutada al órgano con las notas tristes del desconsuelo y la esperanza, el organista interpretó «Juanita Banana», y aquello se convirtió en el malecón de Santo Domingo.

Murió odiando, pero su odio era lógico, no enigmático.

Enigmático es el odio de esas mujeres de la ultraizquierda que han conseguido llegar a cimas insospechadas por toda suerte de sendas, vericuetos, lechos y mamandurrias, y en lugar de agradecer con el buen ánimo su inmerecida suerte, han convertido en odio lo que tendría que ser gratitud y alegría. Esa Irene Montero, que saltó de cajera a amante y de amante a ministra. Esa Rita, que tiene un físico atractivo y palmeral. Esa Belarra, que ha asumido a dedo el liderazgo de un fracaso, pero liderazgo al fin y al cabo, y para colmo, es ministra sin saber hacer la O con un canuto.

Echenique tiene sobrados motivos para odiar y desear que el resto de la humanidad comparta con él sus limitaciones. Pero estas pijas ignorantes y derrochadoras, ministras y parlamentarias de la innecesariedad, tendrían que transmitir gozo y gratitud por haber alcanzado lo que muchas mujeres, mucho más preparadas y trabajadoras, no lograrán jamás. ¿Por qué odian?

Tienen buenas casas, alguna de ellas magnífica, dinero propio, dinero ajeno, cierto atractivo personal cuando se abrazan a la higiene, seguridad personal, coches oficiales, viajes de gorra y todas las ventajas que conceden sus cargos. ¿El odio está justificado? ¿Odian saberse en posesión de lo que odiaban antaño, bien por rencor, bien por la envidia? ¿Se odian a sí mismas por saberse inmersas en la oscura estancia del Poder con mayúscula? Lamento no poder comprender su odio. Lo de mi prima tenía una justificación. El odio está afeando sus perfiles y sus ánimos, cuando tendrían que despertar cada mañana bailando unas sevillanas. En fin, el odio enigmático. El de la ultraizquierda. La envidia que no se evapora.