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Almudena Grandes

Fabricó no pocos libros imprescindibles y dejó una lección que ella misma no supo o no quiso aplicarse: en España cabemos todos y tú especialmente, con tus inacabados 'Episodios de una guerra interminable' que echaremos de menos

Almudena Grandes fue una imprescindible novelista de parte y una sectaria columnista y comentarista radiofónica de una realidad pasada por ese curioso tamiz ideológico que difunde supuestos sufrimientos colectivos mientras reporta, a los denunciantes, inmensos beneficios individuales.

A diferencia de la izquierda orgánica, que jamás entiende el valor de la disidencia y tiende hasta al empacho al monocultivo ideológico, desde ese altar de superioridad moral que se autoconcede en comandita tribal; la derecha, o cierta derecha al menos, la reconoce y disfruta.

Incluso la de Grandes en sus columnas en El País, pobladas de clichés bárbaros como las de tantas otras vocingleras de televisión, reconocibles a once millas, pero adornadas con un encanto literario que en sus libros llega a la delicia.

Que a ella, y a su marido comunista colocado en el Instituto Cervantes por saber escribir pero sin saber gestionar, les saliera una hija falangista, ofrece una lección de justicia poética a quienes tienen tendencia imparable al brochazo: supongo que a la niña, de nombre Elisa, no la dedicaron ninguno de sus padres las invectivas que, por bastante menos, les dedicaron a otros de menor perfil joseantoniano.

Para Grandes ser del Real Madrid ya era, en sí mismo, prueba de una riqueza abusiva, lograda desde la injusticia y el hurto a su Atleti, metáfora manida de los descamisados que los colchoneros se aplican sin temor a la fácil réplica: cualquier equipo con millones de seguidores sobrepasa el censo de La Moraleja en el que ellos ubican a toda la afición, como si en el gallinero del Bernabéu solo hubiera Cayetanos con un tupper de caviar y una frasca de Moët Chandon.

Era su manera, desde el fútbol, de hacer la caricatura general del PP, por ejemplo: si todos los madridistas eran necesariamente fachas y ricos, los hasta once millones de votantes populares también. Tanto invocar a la calle y tan poco pisarla.

Pero nada de eso es grave si luego se escribe Las edades de Lulú o Malena es un nombre de tango. Ni tampoco si se reivindica el evidente dolor del perdedor, aunque no se entienda que ese dolor nace más de la derrota que de la bondad: los buenos y los malos, los bárbaros y las víctimas, siempre se intercambian en función de algo tan prosaico como la victoria. No la hay sin daño al derrotado, que simplemente pierde la oportunidad de hacer lo que a él le hacen en ese ciclo perverso de la dura vida.

Los soviéticos fueron tan brutos como los nazis cuando tuvieron la ocasión, y crearon los mismos campos de concentración para añadir a gitanos, insurgentes, gais y también judíos a su larga lista de millones de víctimas. Y no lo hicieron por comunistas, o no solo, sino por ganadores, como en España pasó en aquellos tiempos de checas y paseíllos donde todo Dios checaba y paseaba al que podía.

En la muerte de Grandes, que será un poco la de su educado y sensible marido, un candidato en tiempos de IU que destacó por su exquisita actitud pese a todo; no hay que olvidar pues nada, ni hacer hagiografías sin claroscuros, ni callarse su ceguera ideológica: porque todo ello es necesario para fabricar algunas líneas maravillosas, no pocos libros imprescindibles y dejar una lección que ella misma no supo o no quiso aplicarse: en España cabemos todos y tú, querida Almudena, especialmente, con tus inacabados Episodios de una guerra interminable que también echaremos de menos.