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Carroñeros

Cuando el Estado se ha metido dentro de las aulas, de los bares, de los hospitales y de los colegios, no tiene que extrañarnos que también quiera meterse dentro de nuestras heces. Es propio de los carroñeros arramblar con todo lo que queda desprotegido

Avanzamos a pasos agigantados hacia un nuevo poder mundial que quiere controlar absolutamente todos los rincones de nuestra vida. Pública y privada. Nada escapa a sus tentáculos. Ni siquiera nuestra mierda.

El otro día me contaba un buen amigo navarro que en su barrio de Pamplona han puesto en marcha una prueba piloto. El Ayuntamiento ha cerrado todos los contenedores de la zona y solo pueden abrirlos con una tarjeta personal e intransferible los vecinos. De ese modo pueden saber cuántos desechos generan, de qué tipo son y si reciclan todo lo que se espera de un buen ciudadano.

Mi amigo, que es un tipo al que no le gusta que le pongan grilletes ni bozal, ha decidido caminar un poco más y a partir de ahora echa la basura a un contenedor que todavía no controlan los carroñeros. Por el mismo precio hace un poco de ejercicio y encima jode a los malos.

No penséis que impunemente. Los malos le mandaron un correo para averiguar qué estaba ocurriendo. No era normal que generara tan poca basura (tiene una legión de críos en casa). Mi amigo los mandó educadamente a la mierda. Yo no hubiera sido tan educado.

Que los carroñeros quieran tener controlada nuestra mierda puede parecernos algo anecdótico pero es un paso más hacia ese poder mundial que pretende controlarlo absolutamente todo. Ya nos dijeron no hace mucho tiempo qué tipo de alimentos podían vender los colegios y comprar nuestros hijos a la hora del patio. Nada de azúcares. Pornografía la que haga falta, que hay que vaciar la máquina, pero nada de ensuciarla con un refresco.

También nos han impuesto lo que nuestros hijos tienen que estudiar y pensar. Y hemos pasado todos por el tubo. Tanto es así que recuerdo que en su día mi hermana fue la única objetora de Educación para la Ciudadanía en el colegio religioso donde estudiaba.

Tampoco nos dejan fumar dentro de un bar, aunque el dueño, que asume el riesgo de montarlo, quiera que su restaurante sea un espacio de libertad con olor a tabaco. ¡Quién iba a decirnos hace unos años que la Libertad olería tan mal pero nos gustaría tanto su olor!

Y ¡qué decir de lo mucho que le gusta al Estado meter sus tentáculos en nuestros bolsillos! Los tipos más ineficientes, a quienes nadie contrataría jamás de los jamases para gestionar su empresa, nos hacen pagar a nosotros los platos rotos.

Estamos a cuatro telediarios de que el Estado entre también en los hospitales. Va a ser él quien determine qué vidas merecen ser vividas y cuáles no. La eutanasia, que tan alegremente han aplaudido los zopencos del Congreso, nos parece un gran avance hasta que llegue el día en que sea un Gobierno concreto quien decida a quién paga tratamiento y quién se lo tiene que pagar él si quiere seguir vivo. Los pobres morirán. Los ricos, tan tranquilos. Si nosotros hemos dado el primer paso para reconocer que la dignidad de la persona es subjetiva, ¿qué le impide al poder decidir por nosotros?

Y estamos a tres telediarios de que el Estado se entrometa todavía más en el vientre de las mujeres. Apenas nacen niños enfermos, pero no falta mucho para que, a las madres que decidan no asesinarlos, se las haga responsables de todos sus cuidados a modo de castigo.

Y claro, cuando el Estado se ha metido dentro de las aulas, de los bares, de los hospitales y de los colegios, no tiene que extrañarnos que también quiera meterse dentro de nuestras heces. Es propio de los carroñeros arramblar con todo lo que queda desprotegido. Así que, o peleamos y protegemos, o los carroñeros no van a dejar ni los huesos de lo que construyeron tantas generaciones que nos precedieron. Por ahora las buenas personas pueden pelear echando la basura un poco más lejos. Los buenos ciudadanos que hagan lo que les dé la gana.