La izquierda mordaza no quiere preguntas
El PSOE, el populismo comunista y los separatistas muestran su querencia autoritaria pidiendo juntos en el Congreso que se acalle a medios de derechas
La libertad de expresión e información es la savia que vivifica el debate público y los sistemas representativos de gobierno. Puede sonar grandilocuente, pero es sencillo: sin prensa libre la palabra democracia se convierte en una coña marinera, una cáscara hueca.
Lo explicaron muy bien brillantes periodistas del convulso siglo XX, personas de brújula moral bien calibrada. «La libertad de expresión, si algo significa, es la libertad de criticar a la gente y oponerse», razonaba el gran George Orwell. El legendario Walter Cronkite lo tenía muy claro: «La libertad de prensa no es que sea necesaria para la democracia, sino que es la propia democracia». El honesto Albert Camus recordaba que «la prensa libre puede ser buena o mala, pero desde luego sin libertad de prensa todo será malo».
La razón de ser del periodismo es ejercer como conciencia crítica de todo poder. En su versión más elevada se convierte, por tanto, en un escudo del público contra la arbitrariedad. Además, ayuda a los votantes a conformar sus libérrimas decisiones electorales.
En España existe un doble rasero, que en la práctica concede bula a la izquierda frente a la derecha en todos los ámbitos. En la etapa del Gobierno de PP, todos sus dirigentes eran interrogados con enorme dureza por las televisiones militantes al rojo vivo y por la prensa y radio «progresistas». Es algo legítimo en un sistema de libertades y como tal debe aceptarse. Una cadena televisiva mantenía incluso un programa supuestamente cómico, o más bien cáustico, en el que el agrio Wyoming ponía a diario en la picota a políticos de derechas y articulistas conservadores (hasta yo mismo, un plumilla de clase media, me vi zaherido alguna vez en ese espacio, para dicha de mi madre, pues elegían una foto de archivo en la que aparecía hecho un chaval: «Ayer te vi en la tele, Lusiño, salías muy guapo, ¡con mucho pelo!», me telefoneaba divertida, obviando el despelleje).
¿Se imaginan si en aquel contexto, con el PSOE en la oposición, todos los medios de derechas con representación parlamentaria hubiesen remitido una carta al Congreso llamando a vetar en su sala de prensa a las televisiones furibundamente «progresistas»? ¡Se habrían caído los pilares del templo! Las asociaciones de la prensa pondrían el grito en el cielo. La profesión periodística organizaría un boicot en solidaridad con sus colegas hostigados. El tertulianismo se alborotaría airado. Pues bien, ese imposible acaba de ocurrir: el PSOE, un partido que ha perdido el norte, y sus socios separatistas y comunistas han enviado una carta llamando de facto, aunque mediante eufemismos, a censurar en el Congreso a dos pequeñas televisiones de derechas. La iniciativa se toma a rebufo de un veto que había iniciado Rufián haciendo gala de su habitual displicencia de chuleta de barra de discoteca.
La calidad de esas televisiones puede debatirse, por supuesto, aunque en este caso he visto las preguntas que han alborotado a la izquierda y son pertinentes y están formuladas con perfecta educación. Pero lo que no puede debatirse es la libertad de expresión, que para la izquierda se acaba cuando los criticados son ellos.
Tenemos en España una izquierda mordaza, que alberga en su seno claros instintos autoritarios. Si alguna vez gobernasen diez o quince años arribaríamos a una dictadura de libro. Por eso hay que clamar por la libertad de expresión. La de todos, nos gusten o no nos gusten. Sean de los nuestros o de los contrarios.