LOMLOE, un año después
Lazos naranjas, manifiestos, 'quedadas' digitales, concentraciones, y vehículos, largas e inacabables filas de vehículos… La marea naranja. Así la llamaron
Hace un año, más de cincuenta localidades, a lo largo y ancho de toda nuestra geografía nacional, se llenaban, hasta el colapso, de automóviles con lazos, banderas y distintivos naranjas, y hasta en dos ocasiones. El ambiente festivo y familiar de las movilizaciones en automóviles no era óbice para mostrar el absoluto rechazo ante una nueva ley educativa (la octava aplicada en democracia), tan partidista e ideológica como la que más. Otra vez sin consenso, pero en esta ocasión, hasta sin concesión alguna al diálogo, ni siquiera en apariencia.
Tiene mucho mérito esta rebeldía social, porque debe recordarse que en aquellos momentos esos ciudadanos, que decidieron meter a sus familias en autos para protestar, ni siquiera podían ir a visitar a sus padres, a sus abuelos, y no digamos a sus enfermos. Ni ante el colapso sanitario, las cifras de fallecidos, la sospechosa financiación pública de algunos medios de comunicación y las noticias sobre trapicheos de los escasos medios de protección individual, la población reaccionó, más allá de los aplausos en los balcones (¿para cuándo aquel análisis de la gestión de la pandemia que nos prometieron?). En educación sí se alzó la voz, sí se salió a la calle, y eso conlleva un enorme crédito, que no puede quedar en el olvido.
Lo cierto es que el momento elegido para la infausta ley Celaá, no era casual. En plena pandemia, entre estados de alarma, con el miedo en el cuerpo, los recuentos luctuosos y las morgues improvisadas, al Gobierno de coalición del Partido Socialista y Unidas Podemos, le pareció que era el tiempo idóneo para tramitar una ley educativa. La causa que alegaron para estas prisas es tan ridícula como inconsistente: su compromiso electoral de derogar la LOMCE del Partido Popular no admitía dilaciones… ni siquiera una pandemia mundial. Olvidaron que la razón dada previamente para tanto rechazo era que dicha ley había nacido de la falta de acuerdo entre los grupos parlamentarios, y también que el compromiso incluía, como apéndice necesario, su sustitución por una ley de consenso.
Frente a ello la LOMCE fue sustituida por la primera ley educativa de la democracia que prescindió de llevar a la comunidad educativa para que participara en el proceso legislativo; la ley que ha obtenido el menor respaldo en número de votos en el Congreso de cuantas leyes educativas democráticas hemos contemplado (sí, incluso que la «odiosa» LOMCE que derogaba), y, por poner solo otro ejemplo lacerante, la ley que pasó por el Senado, sin valorar ninguna de las enmiendas presentadas, no porque no pudieran mejorar el texto, sino con la única finalidad vergonzosa de evitar que el debate volviera al Congreso de los Diputados y ello conllevara más presión y rechazo social. Nunca una ley estuvo más alejada del diálogo.
Pero tan cortas tiene las patas la falsedad de la justificación que hizo tramitar la ley con extrema urgencia en escasos tres meses, que diez meses después de aquello aún no se ha aprobado la normativa gubernamental de desarrollo, imprescindible para su implantación. Hasta el nuevo curso empezó sin esas normas que le serán de aplicación. ¿Urgencia?
La verdadera razón de la premura es más sencilla, porque, la mayor parte de las veces, las cosas son exactamente lo que parecen. Solo se pretendía evitar el debate social, y hasta casi el parlamentario, en una ley de manifiesto contenido trascendente y polémico. De hecho, se repitió el modus operandi, con la nefasta ley de eutanasia, esa ley de 'solución final' para los enfermos de larga duración y los sufrientes, que también siguió estas mismas prontitudes en plena pandemia.
La imprescindible reacción social no fue para menos, porque esta LOMLOE, es un canto, casi definitivo, al intervencionismo público, y prepara el camino para la escuela pública única, como modelo excluyente. Esto es de todo punto incompatible con la libertad de enseñanza constitucional y con la pluralidad, de la que el sistema educativo debe ser causa y reflejo. Con ello se impone la idea de que la educación no es cosa de la sociedad, sino del Estado; que las decisiones educativas no corresponden a las familias, sino a las Administraciones públicas. Supone un ataque a todo lo singular, lo plural, lo particular: la concertada, la educación especial específica, la diferenciada…, cegando cualquier atisbo de autonomía de los centros. Solo la escuela de titularidad pública, como monopolio educativo.
Aquel movimiento naranja no fue en vano: provocó, en la calle y los medios, ese debate que se quiso hurtar a la sociedad, y además un debate en los argumentos; garantizó que todos los grupos políticos se posicionaran (al menos conocemos a qué atenernos); consiguió el compromiso de algunos de ellos de recurrir la ley al Constitucional, como efectivamente hicieron, y su decisión de derogarla tan pronto accedieran al gobierno (y con ello ya sabemos que esta no será la 'ley educativa', sino solo la 'octava ley educativa'); e incluso tanta presión social logró que la implantación de este primer curso de la ley en las diferentes Comunidades autónomas fuera muy apocada y apenas tuviera efectos en admisión de alumnos y reducción de conciertos (lamentablemente, esto no pasará en futuros cursos).
Las bases para generar una corriente social en defensa de las libertades en la educación, están sentadas. Se han dado pasos gigantescos, pero queda mucho por hacer. Mucho. Y está en nuestras manos.
- Jesús Muñoz de Priego Alvear es abogado especialista en Derecho Educativo, Coordinador de enLibertad y portavoz nacional de Más Plurales