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El trabajo más difícil de España

En su caso cada día es una faena de equilibrio, pero por ahora va salvando con éxito las trampas

El trabajo más difícil de España no es soldar columnas de acero en el vértigo de un rascacielos, o trasplantar un órgano a vida o muerte durante horas. El trabajo más complicado de España no es ejercer de psicólogo de Gareth Bale, o ser la lideresa que sostiene con un hilo las ruinas de Ciudadanos, o mantener una empresa pequeñita cuando las subidas de la luz, las cotizaciones y el salario mínimo hacen imposible seguir ganando dinero. Todas esas son tareas ingentes, pero tal vez el trabajo más complicado de España sea el que desempeña Felipe VI, de 53 años, desde el 19 de junio de 2014. Y no lo debe hacer mal, porque su aprobación entre el público español es altísima, desde luego muy superior a la de los políticos.

¿Por qué es tan difícil el trabajo del Rey? En primer lugar porque la institución que representa choca con un mantra estelar del imperio progresista, el desprecio a la historia y la tradición, que es precisamente el pilar de la Corona. Los mantras igualitarios en boga también conjugan con dificultad con la preeminencia de los Reyes por razón de cuna.

Otro sostén clave de una monarquía ha de ser su carácter ejemplar: que se eleve como un espejo limpio donde todos podemos reconocernos. Y aquí surge su segundo problema: la condena de Urdangarin y los controvertidos devaneos personales de Juan Carlos I, donde pesó demasiado el culto al becerro de oro, han restado brillo a la imagen de la institución (y más con un Gobierno de corazón republicano, que se encarga de magnificar esas conductas personales para intentar alimentar una causa general contra la Corona). Su tercer problema es el que ya acabamos de enunciar: Felipe VI no cuenta hoy con un Gobierno leal al cien por ciento a la Constitución y la monarquía parlamentaria, pues el presidente está aliado y sostenido por los peores enemigos de nuestra legalidad constitucional, por lo que hace un doble juego con el Rey; mientras que la mitad comunista del Ejecutivo directamente anima campañas antimonárquicas, incumpliendo el deber de lealtad al que los obligan sus carteras ministeriales.

Con semejante panorama, el Rey hace lo que debe y buenamente puede. Y eso es lo que vimos, una vez más, en su discurso navideño. Como debe ser, lo más destacado llegó con su defensa rotunda del orden constitucional, de nuestro gran marco legal libremente elegido, al que se debe «respeto, reconocimiento y lealtad». Recordar eso resultaría obvio, casi superfluo, de no vivir en un país donde su actual presidente del Gobierno ha sido condenado tres veces por el Tribunal Constitucional, donde el partido gobernante Podemos no cree en la Constitución ni en el pacto de concordia y perdón que representa, donde los socios del Ejecutivo son partidos separatistas antiespañoles y donde el PSOE ha creado una comisión para cambiar la Carta Magna (ergo la actual no les gusta). Con esos bueyes ha de arar el Rey, y no es fácil. Cada día se presenta como una faena de equilibrio, en la que ha de ir sorteando trampas.

A pesar de la fortísima presión ideológica del ámbito autodenominado «progresista», embarcado de hecho en un plan para cambiar la mente de la sociedad española, Felipe VI tiene la buena cabeza de saber que hay millones de españoles ajenos a ese ideario, de valores diferentes. Por eso, a diferencia del laicismo militante de su Gobierno, no faltan en el decorado de su discurso las figuras del Belén cristiano, ni en sus palabras la felicitación de la «Navidad» («las fiestas», según la jerga de un sanchismo de mañas orwellianas).

El Rey, claro, hace guiños también a la semántica del mundo zurdo («una economía más digital, verde e inclusiva»). A mí como español me habría agradado una reivindicación o mención explícita de la lengua castellana, cuando está ahora mismo amenazada por el Ejecutivo de una región, que se niega a aceptar las leyes educativas al respeto. También me habría gustado que cuando habló de «valores cívicos» hubiese añadido «y morales». Pero entiendo el complicado panorama donde se desempeña el Rey y su esforzado intento de abarcar a todos los españoles, algo cada vez más difícil en un país donde las discrepancias ideológicas se han caldeado demasiado.

Al final, con sus maneras tranquilas y sin mayores alardes, el discurso de Felipe VI volvió a recordarnos algo importante: la Monarquía es hoy el último dique en defensa de la unidad de España y de nuestros derechos y libertades. Por eso no gusta a quienes albergan una querencia autoritaria y antiespañola, que el día de Navidad a primera hora ya estaban, por supuesto, poniéndolo a caldo.