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Nochevieja etarra

Los mismos que se derriten con las Trece Rosas añejas ignoran a los cinco claveles arrancados de cuajo por un verdugo vivo, identificable, en paradero conocido y ahora exaltado

Una cosa vasca llamada Sare, que da apoyo a los presos de ETA, ha convocado para el día 31 de diciembre una manifestación de homenaje a Henri Parot, uno de los asesinos más contumaces de la banda que, vía Otegi, ha aprobado las investiduras de Pedro Sánchez, sus presupuestos generales del Estado y hasta la presidencia de María Chivite en Navarra.

Podría suponerse que la alerta la hubiera activado la Delegación del Gobierno en el País Vasco, en aplicación de la Ley de Víctimas del Terrorismo que ya regula los procedimientos para evitar todo acto de exaltación de sus verdugos. Pero no.

La denuncia procede de COVITE y particularmente de Consuelo Ordóñez, una de esas mujeres imprescindibles que nunca protagonizará una campaña de Irene Montero sobre el empoderamiento, la sororidad y dos huevos duros.

La Nochevieja etarra organizada por esa cosa vasca llamada Sare incluye también el enaltecimiento de otros dos mitos del terrorismo, no de la enjundia asesina de Parot, un mataniños del que no se conoce algo parecido al arrepentimiento, pero sí con un currículum apreciable: un tal Peixoto y un cual Arbe, que son los seudónimos tribales que esta gentuza se ponía para aumentar su leyenda.

En esos sobrenombres se escondían el recaudador de ETA, experto en aquellos chantajes bautizados con el eufemístico «impuesto revolucionario»; y el asesino de seis personas, entre ellas Aurelio Prieto. Subrayo este crimen por la particular crueldad que su ejecutor le puso: primero disparó a bocajarro al joven guardia civil, de solo 23 años, hiriéndole en cabeza y hombro ante la mirada aterrorizada de un compañero. Y después, ya desplomado en el suelo, le remató sin pestañear antes de salir corriendo.

A esos dos, y al peor de ellos, una parte de la sociedad vasca quiere dedicarles la fiesta para despedir a un año que, por decirlo en términos técnicos, ha sido una hez como un piano de cola.

Se desconoce si el homenaje incluirá una recreación de sus mejores disparos o incluso la reedición de aquel 11 de diciembre de 1987 en el que Parot situó un coche bomba a las puertas de la casa cuartel de Zaragoza para hacerlo estallar, con una sonrisa en la boca, a la hora en que allí había niños. Cinco de ellos murieron.

Lo que sí se conoce es que nadie, salvo COVITE, ha protestado. Tampoco se prevé una contramanifestación que avergüence a los convocantes del akelarre etarra. Y, por último, sí está claro también que ni Pedro Sánchez ni Fernando Pequeño-Marlaska han movido alguno de sus dedos, de momento, para frenar esta barbarie.

Al parecer el odio no es tan malo si, al permitirlo, Otegi firma unos presupuestos o quizá una reforma laboral y la humillación de las víctimas puede aceptarse, en ese escenario, con un pelillos a la mar.

Los mismos que se derriten con las Trece Rosas añejas ignoran a los cinco claveles arrancados de cuajo por un verdugo vivo, identificable, en paradero conocido y ahora exaltado.

Digamos sus nombres, y que les lleguen, si es posible, a todos los papás del PSOE, el PNV o Bildu que en unos días, el 6 de enero, mirarán derretidos a sus hijos mientras abren sus regalos. Se llamaban, aquellos niños asesinados por Parot, Silvia Pino Fernández, de 7 años; Silvia Ballarín Gay, de 6; Rocío Capilla Franco, de 12; y Mirian y Esther Barrera Alcaraz, de 3 añitos.

A ellos, el día 31, les van a escupir. Por lo menos que se sepa.