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Pablo Iglesias Borbón

Iglesias tendrá un título hereditario concedido por el Rey, aprobado por el Papa, de origen militar y en reconocimiento a su españolidad

Pedro Sánchez ha distinguido con la Real Orden Española de Carlos III a dieciséis de sus exministros a los que, de existir el jurado popular, probablemente les hubiera correspondido una distinción alternativa, en forma de demanda, lluvia de tomates, destierro a país tropical o incluso el emplumamiento, según el ritual clásico que incluía el paseo en burro del galardonado barnizado en pluma y pez.

Entre ellos están glorias como Carmen Montón, destituida por plagiar sus trabajos académicos con igual descaro que Sánchez con su tesis pero menor protección de El País, aquel periódico que publicó un test antiplagio de la marca ACME solo unas horas después de que el doctorcito difundiera desde Moncloa, como si fuera oficial, uno casualmente igual que en realidad nunca llegó a enseñar a la ciudadanía.

También figura Máximo Huerta, ajusticiado en un absurdo linchamiento fiscal en esa España que confunde, con la complicidad borrega de un periodismo decadente; al deudor con el defraudador y considera casi un delito lo que en realidad es un acto de heroísmo, discutir con la Hacienda feudal: fue el mejor ministro de Sánchez, sin duda, fundamentalmente porque en siete días no le dio tiempo a acertar en nada, pero tampoco a estropearlo.

Incluso aparecen por ahí, medalleados, el bueno, el feo y el malo, también conocidos por Pedro Duque, Manuel Castells y José Luis Ábalos; que podrá lucir la banda albiceleste en las fiestas regionales que la vida le ponga por delante y taparse el pecho del frío si acaso le pilla ligero de otros complementos textiles.

Pero entre todos ellos destaca Pablo Iglesias Turrión, de quien no consta el rechazo que su amado Jean Paul Sartre, autor de notables pastiches sobrevalorados y propietario de una piñata casi tan fea como la de su ahijado ideológico; sí mostró al Premio Nobel de Literatura, tildado de «burgués» por el machista autor de La náusea que él mismo terminó provocándole a Simone de Beauvoir.

Pablo será oficialmente excelentísimo según el galardón rubricado por el Rey Felipe, Gran Maestre de una Orden de origen militar, reconocida en 1772 por una bula del Papa Clemente XIV, que además permite la herencia del título.

Cualquiera de sus hijos, presentes o futuros si logra apuntalar su contribución a la natalidad española, indiscutible pero insuficiente para equilibrar su apuesta por el aborto obligatorio para el resto; podrá ostentar en el futuro la enseña concedida a papi por, según reza el protocolo, la «virtud y el mérito» exhibidos en su defensa de España y de la Corona.

No se rían. Bueno sí, ríanse por la secuencia, que me permito resumir como un telegrama para facilitarle la comprensión a Pablo Echenique o a Irene Montero, autores intelectuales de una reforma laboral que convierte en paladines del empleo a personas cuya experiencia en la materia se limita a una condena por pagar en negro al que le cambiaba los pañales o por pasarle la factura al Estado de quien se los cambiaba a sus retoños.

Todo junto queda así: Iglesias tendrá un título hereditario concedido por el Rey, aprobado por el Papa, de origen militar y en reconocimiento a su españolidad.

No es de descartar, visto esto, que Belén Esteban acabe ocupando el sillón Ñ de la Academia; Jack el Destripador sea nombrado presidente del Colegio de Médicos y Cristina Almeida se convierta en la imagen publicitaria de Biomanán. Si Sánchez es presidente y Turrión casi un noble, nada es ya imposible.

Pero entre tanto cachondeo, queda una moraleja menos divertida: en España se premia, se remunera y se soporta a quienes más trabajan contra ella. Unas veces con un indulto, otras con una cruz y, en ambos casos, con un salario directamente proporcional al daño que provocan mientras ponen música de Valtònyc en un cotillón de Nochevieja a la salud de Henri Parot.