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Los asombrosos tertulianos omniscientes

Nada de lo humano les es ajeno: de repente todos son grandísimos expertos en la variante ómicron (y en lo que haga falta)

Una máxima de la Grecia clásica, atribuida entre otros a Sócrates, nos da una sabia recomendación: «Conócete a ti mismo». Lo de asumir las propias fortalezas y limitaciones parece un buen consejo, incluso sabiendo que lo malo de la autocrítica es que los demás se la creen. Por ejemplo, a mí se me da mal eso que los anglosajones llaman el «small talk», el palique de relleno para salvar vacíos embarazosos en los ascensores, o en veladas sociales donde te ves en un corrillo frente a personas que no conoces de nada. Mi mujer, una diplomática natural, siempre encuentra un par de frases intrascendentes que hacen agradable la atmósfera. En cambio, yo me quedo en blanco, como un gañán impávido. No se me ocurre nada que soltarle a un perfecto desconocido. Esa limitación, que igual simplemente se apellida timidez, la acuso también como tertuliano, un género seudo periodístico que ni me gusta ni se me da bien.

Tal vez por todo ello siento una admiración arrobada por los tertulianos profesionales. Saltan de bolo en bolo y pontifican de lo que haga falta. Como diría Terencio, el gran comediógrafo de la Roma republicana, «nada de lo humano les es ajeno». 

Estos días, asisto fascinado a cómo todos los tertulianos de guardia se han reconvertido súbitamente en especialistas en la variante ómicron, de la que disertan con una autoridad propia de un científico de Harvard o Cambridge. Pero si el presentador cambia de tercio y plantea el debate jurídico sobre las restricciones, resulta que nuestra grey tertulianesca se muestra ipso facto más ducha en Derecho que un magistrado del Supremo. Y si el programa da un giro y se toca el asunto del volcán, los tertulianos lo saben todo del magma, los gases y la coyuntura del plátano en La Palma. Y si toca la reforma laboral, allá se lanzan a analizarla con absoluta suficiencia, cuando probablemente no han leído una coma de la ley.

Alguna vez me ha ocurrido irme a la piltra escuchando en la radio a un tertuliano y al levantarme toparme con esa misma lumbrera impartiendo cátedra en el desayuno de una tele matinal, ya fresco como una lechuga. Lógicamente, esos tertulianos profesionales carecen de tiempo material para documentarse. Los productores de los programas les mandan un guasap con los tres o cuatro temas que se van a tocar, leen apresuradamente en diagonal los titulares de un periódico y ya se sienten en condiciones de hablar ex cátedra de lo que se tercie. Y es que la mayoría acuden a las tertulias por cuota ideológica. Ya se sabe previamente qué posición van a adoptar sea cual sea el tema. Sobre todo en  esta España cada vez menos amistosa y más enfurruñada, donde se politiza hasta si la tortilla de patata debe llevar cebolla o no.

Todo esto es anecdótico y no lo es. Una veintena de periodistas afincados en Madrid, algunos excelentes y otros meros sofistas profesionales, dominan el clima de opinión de España, cuando muchas veces disertan desde una intrépida superficialidad. Sabido es que los periodistas somos capaces de hablar con solvencia sobre cualquier tema, pero eso sí: nunca más de un minuto. El tertulianismo, un género muy español, es en realidad un pugilato dialéctico para pasar el rato. Conviene tomárselo como lo que es: un divertimento, no una forma de conocimiento. Un día, un inteligente productor televisivo me soltó una frase tan cínica como tal vez certera: «No os creáis lo que no sois. Os llevamos porque no hay manera más barata de rellenar un programa de televisión que con tres o cuatro bustos parlantes». 

A veces no viene mal una cura de humildad, y más en un gremio tan ufano como el periodístico, donde algunos tardo adolescentes que han visto demasiadas películas se creen Ben Bradlee y se levantan cada mañana dispuestos a derribar al Gobierno de turno. El periodismo es bastante más sencillo y mucho menos romántico: verdad, trabajo sistemático, claridad expositiva y poco más. Eso sí, conviene ser coherente con unos valores. De lo contrario puedes acabar como uno de esos «jóvenes columnistas» –señores y señoras de cincuenta tacos ya cumplidos–, veletas al viento cuyo único principio es si algo es «divertido» o no. Espuma de cerveza, que confunde los adjetivos frívolo y valioso.