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La transparencia del mal

Mentir no es un obstáculo para gobernar. Se convierte, por el contrario, en la vía regia para hacerlo. La mentira está tan extendida que la verdad se convierte en una curiosa extravagancia

Antes, el mal, acaso avergonzado, se ocultaba, se escondía. Ahora, tal vez desvergonzado, aspira a ocupar el primer plano, a ser protagonista. Lo que era excepcional y oculto se vuelve general y patente. Lo patológico se convierte en normal. Pero no hay males nuevos. Todos son viejos conocidos. Simplemente ahora eclosionan y se multiplican, pero son los mismos. Siempre ha habido, por ejemplo, abortos, consumo de drogas o perversiones. Lo nuevo es su pretendida respetabilidad.

La inmoralidad no es un error moral. Es sencillamente una violación de la moral. Julián Marías no dijo que el aborto y el consumo de drogas fueran los dos mayores errores morales del siglo XX, sino que lo eran la aceptación social del aborto y la generalización del consumo de drogas. Los campos de exterminio no fueron un error moral; fueron un crimen. La violación en grupo es un mal moral y un crimen, pero no un error. El error moral consistiría en considerarla un justo pasatiempo de los varones jóvenes. El aborto siempre se ha considerado un mal, aunque oculto y, en ocasiones, tolerado. Lo que a ninguna sociedad se le había ocurrido era considerarlo un derecho de la mujer. Esto sí es un grave error moral: la aceptación social del aborto, no ya tolerado sino erigido en derecho fundamental. La muerte se abre así camino como derecho. Aceptar la eutanasia era cuestión de tiempo. Y el tiempo llegó.

La expansión del mal erosiona la moral. Sobran ejemplos. Por ejemplo, la libertad de expresión y la tolerancia. Se permite lo que no puede amparar la libertad de expresión, como la mentira, la calumnia o la blasfemia, y se elimina la legítima libertad de emitir juicios, opiniones y valoraciones. La sociedad es, sólo aparentemente, permisiva, pero donde menos se piensa salta lo intolerable. Uno tiene que soportar las más atroces burlas a sus convicciones más profundas o la exaltación de los criminales, pero queda un tabú insalvable: la orientación sexual y la opción de género. Aquí no caben ni libertades ni bromas. Con el tabú hemos topado.

Los hombres hemos sentido en todas las épocas una morbosa curiosidad por lo patológico y obsceno, pero esto se canalizaba por vías marginales. Así, existían publicaciones periódicas sobre sucesos e incluso algunas secciones en los diarios «serios». Pero abrir los telediarios con sucesos y convertirlos en crónica negra parece algo excesivo. El mal se hace omnipresente. Es cierto que la política se ha deslizado hacia la crónica de sucesos. Por eso interesa tanto la vida privada de los políticos. En política siempre han existido grandes mentirosos. Lo nuevo es que reciban millones de votos y ganen las elecciones. Mentir no es un obstáculo para gobernar. Se convierte, por el contrario, en la vía regia para hacerlo. La mentira está tan extendida que la verdad se convierte en una curiosa extravagancia.

Bajo todo error moral se agazapa la estupidez que consiste, según Schopenhauer, en la falta de entendimiento en sentido propio. Esta es la más peligrosa tentación: la tentación de la estupidez. Además, es muy difícil de eludir si consideramos que incluso los más inteligentes sólo lo son de cuando en cuando y como por feliz excepción. Los estúpidos se arrojan con entusiasmo a sus brazos.

Para que el mal se vuelva banal (Hanna Arendt) tiene antes que haberse vuelto habitual, general. Nuestras sociedades no están envilecidas, ya que el envilecimiento consiste en aceptar el mal y acogerse a él como algo normal. No. En realidad, el mal, salvo el gran tabú, se va volviendo invisible. Apenas quedan dos referentes morales: el dolor y el sexo. La aceptación y generalización del mal lo convierten en transparente. Es la transparencia del mal.