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Albertito Garzón

Si la carne es mala, ¿por qué no van a serlo también los coches que fabrican, los hoteles que ofrecen, la moda que exportan o cualquiera de los productos internacionales con los que competimos ya con enormes dificultades?

No consta caso de exportación de mala carne desde España, pero sí de ministros tontos, con una balanza comercial positiva en este epígrafe: de un tiempo para acá, no hay lugar del mundo que no visite un ministro español para testimoniar de palabra y de obra que es tonto de solemnidad, en inglés o en latín, con acento tropical o en francés de Bruselas.

La mejor prueba de ello está en la escasa pasión viajera del único que debiera viajar: el ministro de Asuntos Exteriores sale poco, como si temiera encontrarse la huella de sus compañeros de Gabinete y hacer el ridículo en Washington o Rabat no fuera lo peor que pudiera pasarle ante las hazañas globales de Yoli, Albertito y no digamos Pedrito, ya conocido mundialmente como El Niño del Falcon. Todos acaban en ito, como hito, mito y sobre todo tontito.

El último en desplegar su estupidez, que lo es más al presentarse engolada y recubierta de uno de esos pensamientos profundos que hasta provocan dolor de cabeza; ha sido Alberto Garzón, que se ha ido a The Guardian para asegurar, fuera de las secciones de sucesos o espectáculos más idóneos, que nuestros ganaderos exportan carne en mal estado de animales maltratados.

Se desconoce qué tipo de trauma padeció el niño Garzón con la carne, pero es evidente que casos similares se tratan con especialistas en fobias y terrores infantiles, y no nombrando al paciente ministro de nada con una remuneración ostentosa: el vulgo paga para curarse sus taras; a la élite le ponen una nómina, un coche oficial, un despacho y un rinconcito en el BOE para elevar a públicos sus delirios.

Hasta esas declaraciones podría pensarse, repasando la trayectoria, que Garzón era un tonto más, un tonto con cargo, pero tonto al fin y al cabo. Desde hoy, puede iniciarse una etapa distinta, marcada por la piedad y la comprensión: es tonto, sin duda, de los tontos tontos que Cipolla describía en su tratado sobre la estupidez humana como aquellos que hacían daño a los demás y a sí mismos.

Pero acotando el caso a ese término, no nos llega. Hay algo más. Y ese algo más ha de residir en eso que algunos utilizan para pensar y otros, como el susodicho, para llevar gorro: no está bien de la azotea, y las propuestas de Íñigo Errejón para mejorar la salud mental aún no han recibido el plácet del Congreso.

Porque solo un loco, tonto o no, puede irse al extranjero a hablar mal de España siendo miembro del Gobierno de España, dañando la marca que le paga y ofreciendo al competidor un argumento impagable para zaherirnos en cualquier ámbito: si la carne es mala, ¿por qué no van a serlo también los coches que fabrican, los hoteles que ofrecen, la moda que exportan o cualquiera de los productos internacionales con los que competimos ya con enormes dificultades?

Garzón, al que no soportan ni en Podemos ni en IU ni en la cosa ésa del «Frente Abierto» liderada por la Fashionaria, no es el problema, no obstante. Para encontrarlo hay que mirar más arriba: al que le nombra y al que le mantiene, pagándose una vez más su trono de barro con intereses nacionales superiores a su subsistencia.

Si Sánchez no destituye a un tonto, no es por solidaridad entre iguales. Es porque no puede mientras no le dejen sus socios, en ese eterno bucle que en Moncloa llaman «alianza», pero responde al término concreto de «secuestro».

Y si Garzón, que ya era lechuguino antes de mantener una estricta dieta de lechuga, quiere ver animales maltratados, solo tiene que pasarse por las sedes andaluzas de UGT y CCOO: lo que allí hacen con langostinos y cigalas sí que es un holocausto, Albertito.