Teoría del bocazas
Es sabido que la sabiduría es más bien taciturna y la insensatez locuaz. El necio suele ser parlanchín y dicharachero. Así resulta mucho más fácil identificarlo y ponernos en guardia
La cosa es sencilla. El ministro de Consumo (no tengo evidencia de su necesidad) declara a un medio de comunicación extranjero que su país vende carne de mala calidad procedente de granjas que maltratan a los animales. El presidente del Gobierno debería haberle destituido después de una solicitud discreta de rectificación inmediata sin éxito. A partir de aquí la responsabilidad corresponde también al presidente. Porque el ministro o es tonto o actúa contra alguien de su propio gabinete. Si ha dicho lo que piensa (y si no, miente) debería haberse callado y actuar porque es ministro del Gobierno y no el portavoz de una asociación de consumidores. La cosa no da para más pero tal vez podamos extraer algunas enseñanzas del desdichado episodio.
La sinceridad no es salvoconducto para insultar o agraviar. Cabe una falsa sinceridad indiscreta e insolente. Hay muchas ocasiones en que callar es un deber y hablar un error. La autenticidad no es la puerta que se abre a la insolencia. Bajo ideas tan nobles como la sinceridad y la autenticidad se pueden cometer enormes tropelías morales.
Cuando resulta patente que alguien ha dicho lo que no debía decir, no faltan quienes salen dudosamente en su defensa (más bien defensa propia) argumentando que el indiscreto habla a título particular. Pero ¿puede hablar a título particular un miembro del Ejecutivo en declaraciones a un medio de comunicación extranjero? Máxime cuando se trata de un ministro de Consumo criticando la calidad de la carne que vende su país.
Muchas personas no comprenden que la función social que desempeñan condiciona su libertad de expresión. Por ejemplo, alguien puede llamar imbécil a un ministro en una conversación con amigos, mas no en un medio de comunicación. Puede, por supuesto, criticarlo con la mayor dureza, pero no debe insultarlo, aunque sea imbécil. Alasdair MacIntyre habla de las «prácticas sociales» que incluyen obligaciones propias de ellas y que pueden no darse en otras. No tienen las mismas obligaciones los padres que los profesores, los jueces que los periodistas. Tampoco los mismos derechos. Así, pueden tener limitado el ejercicio de la libertad de expresión. No es lo mismo el púlpito que la cátedra, la columna del diario que la intervención parlamentaria.
Es cierto que a algunos políticos les aqueja una especie de síndrome de oposición que no cura ni con la llegada al poder. Son ministros y hablan como si fueran revoltosos de universidad o miembros de la oposición. Y a uno le dan ganas de decirle: pero hombre, si gobiernas tú. Si la carne no se vende en buen estado, el ministro no debería dimitir por decirlo sino por no haber hecho nada para impedirlo.
Es sabido que la sabiduría es más bien taciturna y la insensatez locuaz. El necio suele ser parlanchín y dicharachero. Así resulta mucho más fácil identificarlo y ponernos en guardia. Es el bocazas, especie que abunda, no sé si más en unas latitudes que en otras, pero creo que no falta en ninguna. Por ejemplo, si no exageran los titulares, Macron acaba de afirmar que «a los no vacunados, tengo muchas ganar de joderles hasta el final». No está mal para un presidente de la República. El bocazas resulta especialmente peligroso cuando concede una entrevista o le han puesto delante una cámara o un micrófono. Entonces no puede contenerse y, como es poco o nada reflexivo, se lanza con entusiasmo tras la necedad y no para hasta agotarla.
Llamar a alguien bocazas no es un insulto. El Diccionario de la Real Academia lo define con exacta pulcritud: «Persona que habla más de lo que aconseja la discreción».