Fundado en 1910

La momia del hambre

Garzón, al lado de Lenin, es un pedo de colibrí

En las dos ocasiones que he visitado Moscú, he rendido visita a la Momia de la Plaza Roja. La primera de ellas, en tiempos comunistas, con Brézhnev en el poder. La segunda, en la transición. Gobernaba Yeltsin y Gorbachov nos recibió en su fundación a un grupo de españoles. Mi primera visita me produjo desasosiego, y la segunda, muchas risas, compartidas con mi compadre Antonio Burgos, y nuestros inolvidados amigos Pepe Oneto y Manu Leguineche. Creo que hacen bien las autoridades rusas en mantener el mausoleo del fundador del hambre y el crimen de la Unión Soviética. Lenin se ha convertido en lo que realmente fue. Una atracción turística. Antonio Burgos puede atestiguarlo. Está prohibido detenerse ante la momia. Se da en torno a ella un recorrido para contemplarla desde todos los ángulos. También se prohíbe llevar las manos en los bolsillos. Antonio Burgos, Pepe Oneto y Manu Leguineche fuimos testigos del milagro. Terminábamos nuestra vuelta en torno a la momia, cuando apreciamos en su rostro una mueca de susto. Abrió los ojos, intentó gritar, y finalmente volvió a su condición de cadáver embalsamado. El gran José María Carrascal principiaba el recorrido. El cambio de temperatura del exterior con la del interior era acusado, y José María Carrascal, maestro del periodismo y excepcional ser humano, se había desabrochado el abrigo. Llevaba aquel día una corbata verde brillante y tornasolada con dragones carmesíes y naranjas disputándose unos nubarrones rosas. Al verla, Lenin se sobresaltó. Y consideramos que su reacción respondió a la lógica, no a un prodigio ni un vano intento de resurrección. Lo comentamos durante la comida, y decidimos guardar el secreto del milagro, por si las moscas. Aquella noche, después de haber visitado por la tarde a Gorbachov y Shevardnadze, cenamos en un restaurante sólo al alcance de los extranjeros. No admitían rublos y la factura se detallaba en dólares. Corrió el vodka. De vuelta hacia el Hotel Metropol, inmediato a la Plaza Roja, llegamos a dos conclusiones fundamentales. Que Moscú y San Fernando (Cádiz), cuna de Pepe Oneto, no se parecían nada de nada y que, con mucho vodka en las venas, los españoles cantábamos igual de bien que los rusos. Llevábamos dos intérpretes femeninas. Una de ellas, nostálgica de la URSS, y la otra, firme enemiga del comunismo y esperanzada con la «Perestroika». La estajanovista nos rogó silencio porque nuestras voces podían dañar el límite de respeto exigido al mausoleo de la momia. Nos hallábamos cantando junto a los Almacenes Gum, un «Sepu» a peor y con muchos menos productos a la venta. Y se nos acercaron dos centinelas del mausoleo.

Nos tradujo la intérprete de la «Perestroika». 

–Preguntan si quieren ustedes comprarles el gorro.

Desmoronamiento del sistema. Dos soldados rusos, centinelas de Lenin, nos ofrecían sus gorros por unos pocos dólares. Pepe Oneto y el que escribe se los compramos. Figúrense si en Londres dos guardias de la Reina ofrecen a los turistas sus morriones. Al llegar a Madrid tuvimos que tirarlos porque no desprendían los gorros rusos aromas de lavanda. Y nos conmocionó la respuesta que nos dieron a nuestra pregunta:

–¿Cómo supieron ustedes que éramos extranjeros y podíamos comprarles sus gorros?

–Porque se reían. Los rusos no ríen.

Garzón, al lado de Lenin, es un pedo de colibrí. Y todavía es joven y le deseo una larga vida. Pero propongo –yo no lo veré–, que a su fallecimiento le hagan un mausoleo como el de Lenin en Logroño, su ciudad natal. Lo merece por memo. Se convertiría, al fin, en algo importante. Y no se llevaría el susto de la corbata de Carrascal, como su ídolo, porque el bueno de José María tampoco vivirá cuando se inaugure. De cuando en cuando, muy de cuando en cuando, tengo alguna idea brillante. La expongo y la regalo. Sólo es necesario que Logroño la acepte y proponga su culminación.

En lugar del Mausoleo de la Momia, el Mausoleo del Memo.

De nada.