El Falcon del plagiador
Su agenda es solo privada a efectos de rendir cuentas, pero bien pública a efectos de pasarle la factura al mismo contribuyente
Cuando Pedro Sánchez ignoró a Cuca Gamarra hace una semana en el Congreso, negándose a responder por el uso privado de costosos medios públicos como el ya célebre Falcon y apelando a la seguridad nacional y a los secretos de Estado para justificar la galopante ausencia de explicaciones; el presidente del Gobierno ya era consciente de dos cosas importantes:
La primera, que el Consejo de Transparencia le había «condenado» a explicar qué viajes, excursiones y desplazamientos se había metido entre pecho y espalda a cargo del contribuyente, desechando el absurdo de que por revelarlo se ponía en entredicho su seguridad: no existen los atentados retroactivos y, por mucho empeño de Sánchez en esconder sus andanzas familiares y partidistas, no hay razón alguna para ocultar información esencial para el ciudadano.
Y lo segundo que sabía es que, tras la resolución condenatoria de la Audiencia Nacional ratificando las órdenes del Consejo de Transparencia, la Secretaría General de la Presidencia –es decir, él mismo– había renunciado a recurrir el fallo y aceptaba, al fin, lo que siempre fue evidente: que un servidor público, por elevado que sea su cargo, no está exento de cumplir con la ley ni puede utilizar a su libre albedrío los costosos recursos que los ciudadanos ponen a su servicio para funciones muy concretas.
Entre las cuales no está, sin duda, fletarle un avión o un helicóptero para que se vaya de concierto con su mujer; de boda con su cuñado o de mitin con Illa e Iceta.
El resumen hasta aquí ya es escandaloso: el presidente mintió en sede parlamentaria, a sabiendas de que dos instituciones oficiales le habían obligado ya a dar explicaciones y, aún más, a sabiendas de que él ya había aceptado esas resoluciones y renunciaba a pleitear.
Pero si esto ya es suficiente para que un presidente comparezca oficialmente en el Parlamento y, como poco, se disculpe y se comprometa a practicar esa misma transparencia a la que apeló para justificar la moción de censura contra Rajoy; este culebrón guardaba una última sorpresa, todavía más bochornosa.
Y es que el mismo Sánchez que, ante la Audiencia Nacional, movilizó sin ningún éxito a la Abogacía del Estado para intentar justificar su oscurantismo alegando que no constaban desplazamientos privados del presidente; cambió de versión cuando la sentencia se hizo definitiva por su falta de recurso y, de repente, asumió la existencia de esas excursiones pero las recubrió de una falsa institucionalidad.
Como si por ser presidente tuviera derecho a fletar un Falcon para irse de vacaciones o a un congreso regional del PSOE y su mera presencia transformara el flagrante abuso y derroche en un acto oficial.
En 2016, dos años antes de la moción de censura y como preámbulo de ella, el entonces secretario general del PSOE presentó el Código Ético del partido que, entre otras cosas, obligaba a todos los socialistas a dar cuenta de su agenda y de sus viajes y les prohibía tener ingresos externos a la política.
Y su apelación a la transparencia y el comportamiento personal decente formó parte de su discurso contra Rajoy desde la solemne tribuna del Congreso: incluso se permitió recordar la dimisión de un ministro alemán por adulterar su currículum, como ejemplo de dónde situaría él su nivel de exigencia.
Lo que desde entonces sabemos de Sánchez es que plagió su tesis doctoral para lograr el título de doctor y que su agenda es solo privada a efectos de rendir cuentas, pero bien pública a efectos de pasarle la factura al mismo contribuyente al que, mientras él consume queroseno y contamina los cielos para ir cómodo, le sube la luz y el combustible y le anuncia nuevos impuestos «verdes».
Si la gestión pública del presidente se resume en el mayor estropicio económico y sanitario de Europa, por mucho que manipulen las cifras para adecentarlas; el comportamiento personal de Sánchez lo hace en una combinación de nepotismo con los enchufes, despilfarro con el dinero ajeno, opacidad para tapar sus excesos y un abuso sostenido de la posición que ocupa.
A Rajoy lo echó, aliado con partidos a los que media hora antes contribuyó a aislar, por dos líneas de un juez amigo en una sentencia que no condenó por nada al anterior presidente, citado solo como testigo. Y apeló entonces a la necesidad de sanear la vida pública.
Hoy sabemos, por este periódico, por El Debate, que todo eso era mentira y que nunca desde 1978 un presidente del Gobierno ha sido reprendido, a la vez, por la Audiencia Nacional, el Tribunal Constitucional y el Consejo de Transparencia por sus excesos políticos y personales. Los excesos de un plagiador que no se baja del Falcon.