Una de borregos
Lo de menos era la calidad de la carne, el bienestar animal, o las emisiones contaminantes, lo de más era que del pesebre cada vez comían más y lo costeábamos menos
Había una vez una macrogranja con dirección en la avenida de Puerta de Hierro s/n, Palacio de la Moncloa. Resueltas sus necesidades médicas en la vecina Facultad de Veterinaria de la Complutense, sus habitantes fueron creciendo al ritmo de la mayor crisis sanitaria y económica que conoció el último medio siglo. Cuantas más necesidades vitales tenía la población y menos recursos había para satisfacerlas, más se afanaba el granjero en multiplicar los miembros del rebaño. Hasta 22 seres sintientes comían en la explotación y otros 1.200 abrevaban en el pesebre común, donde el pienso público abundaba.
El dueño del ganado solía defender la ganadería intensiva, donde los individuos pastaban libres y felices, pero pronto descubrió que su poder dependía de que el rebaño, debidamente estabulado, creciera exponencialmente: a cambio del mejor pienso que la mayoría pudiera soñar solo tenían que balar al ritmo que el pastor marcara. Porque el macho dominante de la manada era implacable: entre los animalejos se contaba que a los que osaban romper la disciplina de rebaño los mandaba al matadero. Solo algunos eran indultados, por otrora haber sido especialmente obedientes, y a esos los enviaba a alguna embajada lanar.
Pero el pastor tuvo que admitir en el hato a cinco ejemplares que procedían de otra explotación, donde también se criaba a destajo y sin las más elementales medidas de seguridad animal. De vez en vez, esos cinco vecinos de la macrogranja balaban a destiempo y desafinaban. Una de las hembras del rebaño le disputaba al pastor la jefatura porque se creía más valiosa que él. Otras dos enseñaban a sus compañeros a identificar al género fluido en el establo y a convencer a las parturientas para que no se pusieran en manos de veterinarios que querían hacerlas mal parir. El cuarto soñaba con proclamar una república lanar independiente y el quinto sufría altibajos emocionales que le llevaban a destrozar la explotación cárnica y a recomendar a sus compañeros el tofu como el pienso del futuro.
Lo peor es que de la macrogranja o frenopático animal dependía el futuro de millones de personas. Lo de menos era la calidad de la carne, el bienestar animal, o las emisiones contaminantes, lo de más era que del pesebre cada vez comían más y lo costeábamos menos. Los de siempre.