El hijo golfo
Virginia Giuffre lo tuvo que pasar fatal, una y otra vez, en la cama con ese Príncipe golfo, mientras ella pensaba qué chuches iba a comprar con el dinero que le proporcionaba la señora Maxwell a cambio de su sacrificio
Llevo muchos años sin hablar con el Príncipe Andrés del Reino Unido. Exactamente, los mismos años que tengo. No he hablado con él en mi vida. Por su notoriedad, algo sé acerca de su persona, y celebro que él no sepa absolutamente nada de la mía. No obstante me dispongo a disculparlo dentro del límite de la legalidad. Es un golfo. Y con veinte años de retraso, va a ser juzgado en los Estados Unidos acusado de haber abusado sexualmente de la señorita Virginia Giuffre, una cándida palomita a sus 17 años. Como el Príncipe Andrés, la señorita Giuffre asistía a las fiestas y orgías que organizaba Jeffrey Epstein con la exquisita colaboración de Ghislaine Maxwell. Ella acudía con la pureza de la Cenicienta. Los hombres abusaban de su inocencia, una y otra vez, porque la señorita Giuffre, a pesar del tormento gimnástico que protagonizaba en las camas con los malvados hombres, no se perdía una fiesta del degenerado Epstein y la celestina Maxwell. A cambio de dinero, claro, pero con diecisiete años esas cosas no entran en la cabeza de una niña tan pura. Tampoco se le antojó extraño que Epstein le regalara 500.000 dólares a cambio de discreción y silencio para evitar demandas tardías e inoportunas.
Para mí, que Virginia Giuffre, cuando era invitada a casa de Epstein o de Maxwell, asistía encantada pensando que se trataba de una merienda-cena benéfica, o como mucho, de un «pijama party». Lógicamente, el Príncipe Andrés, la engañó en diferentes encuentros, y la pobre niña no pudo evitar que Su Alteza se la cepillara, porque Su Alteza –dato que ignoraba la infeliz muchachilla–, estaba más salido que el culo de un mandril. Lo tuvo que pasar fatal, una y otra vez, en la cama con ese Príncipe golfo, mientras ella pensaba qué chuches iba a comprar con el dinero que le proporcionaba la señora Maxwell a cambio de su sacrificio. Sus encuentros no sólo tuvieron lugar en los Estados Unidos. En cierta ocasión, el Príncipe Andrés pasó con ella la noche en el hogar londinense de la señora Maxwell, sito en el barrio de Belgravia. Lo pasó muy mal la candorosa mocita, si bien su cuenta corriente experimentó una crecida como las del Ebro a su paso por Zaragoza cuando cae del cielo más agua de la prevista. En la fotografía acusadora, el Príncipe desbocado toquetea el costado izquierdo de su víctima, y ella, sonriente –también le obligaban a sonreír–, corresponde posando su mano derecha en el costado diestro de su insaciable violador. A ella, a él, y a la celestina, que también aparece en un segundo plano en el documento acusador no se les caen las sonrisas de la boca, no porque la señorita Giuffre quisiera dejar constancia de su alegría por el dinero percibido, sino por su facilidad para la sonrisa cuando tenía 17 años. Cosas de la juventud. Archivando papeles y documentos, encontré días atrás una fotografía de mi juventud posando sonriente junto a la señora Segrelles madre, y eso demuestra que en la juventud uno no sabe qué cara poner cuando no se tiene experiencia fotográfica.
Escrito todo lo anterior, me veo en la obligación de reconocer que Andrés de Inglaterra es un profanador de purezas. Ella fue sorprendida la primera vez, y mantuvo su sorpresa en el decimoquinto, porque a los 17 años todo sorprende. Como la pobre y sencilla pastorcilla Fuencisla Turull de Capellá, que fue vilmente seducida por el conde de Granús del Solanot, en tierras de éste último. Él descabalgó, se acercó a la pastorcilla y le preguntó en versos, utilizando el «castellá ó espanyol»:
Que tan colorada estás?–
Y ella respondió manteniendo la métrica y la rima:
Y Dios pone lo demás–
Y el malvado conde abusó de ella.
En fin, que este Príncipe, el hijo golfo de Isabel II, merece mucha cárcel. Y ella, una compensación monetaria, por su suplicio.