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«Las normas hay que cumplirlas», ¡dice Sánchez!

Interesante reflexión de un presidente condenado cuatro veces por el TC por fumárselas

El caso Djokovic ha abierto un interesante debate sobre los lindes entre la libertad de las personas y las normas. Una corriente de opinión libertaria sostiene que nuestro gran yo y nuestros pálpitos emocionales han de situarse siempre por encima de toda regla. Curiosamente ese híper egotismo sentimental es también el motor del separatismo catalán, o el de la ideología «progresista», que sitúa el propio ombligo por encima de las enseñanzas de la tradición y hasta del propio Dios. Desde el bando contrario se defiende una sumisión absoluta a las normas, que llevada a sus extremos puede aniquilar las libertades personales.

Mi punto de vista es el del gallego: como casi siempre, la solución está probablemente en el término medio, en la gama de grises. Es decir, como pauta general hay que respetar las normas, pues de lo contrario se impondría la ley de la selva del sentimiento arbitrario de cada cual y sería imposible construir una civilización. «Al César lo que es del César», dijo nuestro señor Jesucristo. Pero también es cierto que en situaciones extremas el ser humano tiene el derecho –casi el deber– de plantarse ante leyes manifiestamente absurdas, abusivas o criminales.

En este apasionante y complejo debate jurídico-filosófico ha entrado a terciar el Pericles de Tetuán, nuestro Sánchez. Refiriéndose al caso Djokovic, ha proclamado con la teatralidad acostumbrada que «las normas están para cumplirse». «No hay nadie por encima de las normas».

La frase rechina un poco puesta en su boca. Viene a ser algo así como si Kim Jong-un impartiese lecciones de parlamentarismo, o Barón Rojo de canto gregoriano. Sánchez, el que nos advierte sobre que nadie puede estar por encima de las reglas, ha sido condenado cuatro veces por el Tribunal Constitucional por sus abusos durante el estado de alarma. Traducción: por fumarse las leyes que nos obligan a todos con el objeto de silenciar al Parlamento y restringir nuestras libertades de una manera ilegal. Sánchez, el del respeto escrupuloso a las normas, se ha saltado al Tribunal Supremo para liberar contra el criterio de los jueces a Junqueras y a sus cómplices del golpe de 2017 (aquello, y no la mesa de diálogo, fue el pago por el constante apoyo de ERC; del mismo modo que compró el favor de Otegi prometiéndole una pronta salida de todos los etarras a la calle; y lo cumplió al transferir las prisiones al País Vasco, que es el coladero para ir soltando asesinos).

Para este presidente las normas son plastilina, que se moldea con el único criterio de proteger su supervivencia. Sánchez comparecía en Madrid al lado del canciller alemán cuando soltó su solemne frase del obligado respeto a las normas. Menos mal que el teutón no habla castellano, que sino igual le daba la risa. Como a mí. Los jolgorios vinateros de Boris en el Número 10, que pueden costarle el puesto –aunque mi pronóstico es que no– son pecado venial comparado con un presidente con cuatro condenas del TC a cuestas por limitar las libertades y derechos de sus ciudadanos. Si la democracia española estuviese en mejor estado de forma, Sánchez ya estaría prejubilado en su casa, en pantuflas y viendo partidos del Estudiantes. Pero aquí las tragaderas son cada vez más anchas. Inmensas.