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Camaradas: la dacha de Galapagar está con Putin

La mitad de nuestro Gobierno apoya con entusiasmo a un autócrata que encarcela a sus opositores y que preside un régimen extractivo. Apaga y vámonos...

Para abreviar un posible debate sobre la valía moral y política de Putin tal vez baste con aportar un solo dato: se da la curiosa circunstancia de que a sus opositores les da por envenenarse con polonio, o por resultar baleados, o por hospedarse en cárceles de alta seguridad y trato chungo.

Tras 74 años de nefasto experimento comunista, que no funcionó y que legó espantos como las purgas de Stalin y el gulag, la Unión Soviética implosionó en diciembre de 1991. Dos años antes ya había caído el Muro de Berlín. Estados Unidos ganaba la Guerra Fría de la mano de Ronald Reagan, que disparó el gasto militar a un ritmo que la URSS, falta de fuelle, fue ya incapaz de seguir. Reagan contó con dos grandes aliados para dar la puntilla al comunismo: el colosal papa polaco Juan Pablo II y la recia Margaret Thatcher.

Lógicamente, muchos rusos vivieron la caída de su imperio rojo en 1991 como una afrenta. Uno de ellos fue un teniente coronel de la KGB de 39 años, Vladimir Vladímirovich Putin, un tipo frío y de mirada larga. Aquel espía flaco y rubio se metió en política en medio del marasmo gubernativo del alcoholizado Boris Yeltsin y acabó emergiendo del caos como el nuevo hombre fuerte del país. Veintitrés años después, ahí sigue. Su meta ha sido devolver la autoestima a Rusia, recuperar sus antiguos territorios y –digámoslo todo– convertirse en uno de los hombres más ricos del planeta (lo que ha logrado con creces). Sus armas han sido el nacionalismo, la intoxicación cibernética y mediática en las tripas del enemigo –léase Occidente– y un audaz aventurerismo, que le ha salido más o menos bien porque Estados Unidos es ya una Roma en declive.

Los rusos viven bajo un régimen autoritario, donde la oposición y la prensa libre siempre acaban peor que mal. Manda una oligarquía extractiva de las riquezas nacionales, con una corrupción rampante en la cúpula del poder. Los resultados económicos son rácanos, porque no ha habido modernización de la economía y por las sanciones internacionales, castigo a alegrías como invadir Crimea. Todo se sostiene sobre un monocultivo económico: la exportación de gas y petróleo, que supone el 60 % de las exportaciones y el 40 % de los ingresos de un Estado que bien administrado podría ser riquísimo. La UE, que ha hecho el panoli a gusto con Rusia –¡gracias, Merkel!–, hoy es rehén de Putin para calentarse, pues importa de allí el 30 % del petróleo y el 40 % del gas natural que consume (por eso no moveremos ni el meñique si al final el autócrata ocupa el Este de Ucrania).

Descrito este panorama, ¿dónde está posicionada la izquierda populista/populachera que nos gobierna en coalición con el PSOE? ¿Qué opinan Iglesias Turrión e Irene, los hacendados de Galapagar, sobre la crisis de Ucrania que tiene en vilo al mundo? Pues hay buenas noticias: camaradas, la dacha de Galapagar está con Putin, al igual que los ministros Belarra y Garzón, o el diputado podemita Enrique Santiago (para más señas secretario general del PCE, o lo que quede de él). Proclaman las mentes preclaras de Podemos que ya está bien de las «bravuconadas de Estados Unidos», que el bueno de Vladimir tiene toda la razón en esta cuita, y braman contra que España se sitúe simbólicamente con el bloque militar de la OTAN.

¿De dónde habrán salido estos especímenes, jóvenes españoles que disfrutan de un sistema de derechos y libertades y de una vida opípara en un próspero país del primer mundo, pero que prefieren alinearse con lo que representan Putin, Maduro y la dictadura cubana? ¿De qué se nutre semejante empanada mental? Y el gran bromazo es que nos gobiernan, por cortesía del peor de todos ellos. Un tal Sánchez.

(PD: una mención también para el OPM -Orfeón Progresista Mediático-, esos tertulianos y columnistas que se han pasado años clamando desesperados contra Trump, pero que no tienen mayor crítica para un autócrata que puede complicar seriamente nuestro modo de vida solo con cerrar un poco el grifo del gas).