Si la Infanta Cristina fuera ministra de Igualdad
Ni como esposa ni como madre ni como mujer ni como ser humano la Infanta ha merecido la sororidad inclusiva y el respeto a su privacidad que sí han tenido otros mastuerzos y mastuerzas
Nadie ha profundizado especialmente en el estado de la relación de Pablo Iglesias e Irene Montero, objeto de chismes reiterados que enlazan el ascenso de otra nínfula destartalada a la dirección de Podemos coincidiendo con la aparente mudanza del machito alfa a Barcelona.
Tampoco se ha indagado en exceso en la agitada biografía del exministro Ábalos, pese a que la propia Moncloa no ha frenado, lo que en términos políticos equivale a instigar, las múltiples leyendas inguinales que rodean al angelito caído.
Y todo ello es razonable: no hay personaje lo suficientemente público como para perder al completo ese reducto infranqueable que debe ser su intimidad. Ni siquiera cuando, en ocasiones, haya traficado con ella.
Pero en España al parecer hay una excepción, que es la Casa Real y sus entornos, que ha pasado de tener más privilegios que nadie a sufrir menos derechos que ninguno. La cacería desatada contra la Infanta Cristina es el último ejemplo de ello.
Ni como esposa ni como madre ni como mujer ni como ser humano ha merecido la sororidad inclusiva y el respeto a su privacidad que tantos otros mastuerzos y mastuerzas reciben pese a que, en su caso, existe la sospecha de que sus intimidades sí han tenido un efecto institucional con cargo, además, al erario público.
Irene Montero tendrá algunas virtudes, aunque sea difícil encontrarlas, pero lo objetivo es que su promoción política comenzó cuando Iglesias sintió mariposas en el estómago por ella, o lo que sientan en esas tripitas sin fondo los machotes de su especie cuando hacen casting de pibitas.
A la Infanta le ocurrió al revés: lo tenía todo y todo lo perdió por mantener su lealtad a un tipo que, no cayéndonos nada bien, sufrió una pena extra a la consignada en el Código Penal para delitos como los suyos y ha pagado su deuda con la sociedad.
Su paseíto con la pobre muchacha presentada como nueva pareja puede ser la consecuencia de un pacto previo con su mujer o el enésimo exceso de un señor muy frívolo e insensible al daño personal e institucional que provocan sus ligerezas.
Sea cual sea la opción, lo que no cambia es el maltrato a Cristina, la abyecta utilización de su intimidad en espectáculos televisivos maratonianos y la ausencia de un mínimo de piedad y de humanidad.
Ella salió promocionada ya de casa y se lo jugó todo a esa carta del amor bobo: otros, que quizá promocionaron a sus conquistas mediante el oficioso, pero muy eficaz «decreto bragueta», obtienen, sin embargo, el silencio o la contención que en este caso se niega.
Quizá una Infanta no sea más mujer que ninguna. Pero tampoco menos que Montero.