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La Generación de Pana y la Generación Copo de Nieve

Reconozcamos que ya no tenemos aquella estoica capacidad de sacrificio de nuestros padres y abuelos

Durante un tiempo viví en una urbanización de Madrid que parecía funcionar con el sistema de Penélope en la Odisea, destejiendo de noche lo que se tejía de día. El administrador de aquella finca debía arrastrar algún tic hiperactivo, pues constantemente se hacían obras, reparaciones, chapucillas. Para mi asombro, todos los días una cuadrilla de cinco o seis albañiles repintaba los bordillos, o cortaba un césped que ya estaba corto, o cambiaba por enésima vez el firme de las pistas de deporte… Al cruzármelos a diario, los escuchaba hablar. Eran todos rumanos. Más tarde, cuando nos mudamos, el jefe de la brigada de mudanza era un marroquí de excelente desempeño y sus mozos de cuerda, todos rumanos (solo había un español en el grupo). Cuando bajo a tomar café, todas las camareras son sudamericanas, lo mismo que la mayoría de las limpiadoras domésticas. Si ven que están pintando la fachada de algún edificio del centro de Madrid y ponen la oreja, no escucharán a ninguno de los pintores hablando español. ¿Qué quiere decir todo esto? Pues que las personas que han llegado de fuera, los nuevos españoles, se han hecho cargo de los trabajos duros que los jóvenes españoles de ahora mayormente ya no quieren. Un brillante empresario hostelero con el que mantengo amistad me ha contado que el pasado verano buscaba dos cocineros. Contactó con un par de ellos de valía y experiencia, que ya conocía. Ambos declinaron la oferta con el siguiente argumento: «Más tarde puede ser. Pero ahora mismo me viene mejor cobrar el paro».

Mis hermanos y yo existimos de chiripa. Mi padre fue uno de los más jóvenes y mejores patrones de pesca de España, lo que le permitió ir juntando un dinero y convertirse en armador. Pescaban en el caladero del Gran Sol, al Suroeste de Irlanda, con olas como castillos, temporales constantes y mareas de unos 16 días fuera de casa. Dos años antes de mi nacimiento, naufragaron. El barco todavía era de madera, un cascajo llamado «Monte Jaján». Un golpe de mar les hizo un destrozo y enseguida se fueron a pique. Mi padre, Roque Ventoso Oujo, de 24 años entonces, ató a sus tripulantes a unos tablones para intentar salvarlos. Completada la operación, saltó finalmente también él (respetando las reglas del mar, por supuesto, no se le pasó por la cabeza hacer una fuga a lo capitán Schettino). De cualquier manera, y aunque seguían todavía a flote sujetos a sus maderos, estaban condenados. Era invierno y en el inclemente Gran Sol les esperaba una rápida hipotermia. Pero ocurrió un milagro. Otro pesquero coruñés, el «Espenuca», que faenaba también por la zona, los vio y los rescató in extremis. Mi madre aún debe guardar por casa el recorte amarillento del periódico local, que da noticia en portada de su llegada a puerto. Eran los tiempos en que la prensa todavía contaba la intrahistoria de las gentes y se ocupaba de los héroes anónimos del mar.

Algunas veces he meditado sobre si en aquella situación ingobernable en que se vio mi padre yo me habría comportado con su entereza. Me avergüenza un poco confesar que probablemente no. Ya no poseo su cuajo, el vigor espontáneo de aquella generación, el estoicismo con que afrontaban los contratiempos, su capacidad de ponerse el mundo por montera para sacar adelante a sus familias pagando los más altos peajes personales.

Hemos pasado de la esforzadísima y sólida Generación de Pana de nuestros padres y abuelos a la actual Generación Copo de Nieve, que se derrite ante los envites de la vida y tiene como tarjeta de presentación la queja y el victimismo. Conozco varias historias ejemplares de conductores de autobús, camioneros y marineros de antaño, que lograron enviar a sus hijos a la universidad trabajando como animales (y algunos hasta consiguieron ahorrar para un piso). Conozco historias de emigrantes que salieron de su aldea ignota para irse a América con una maleta de cartón, o más tarde a Suiza e Inglaterra, y prosperaron a base de no parar jamás de trabajar. Conozco paisanos de pueblos costeros que viendo que allí había poco que rascar se fueron a las plataformas de petróleo del Mar del Norte y jugándose el físico ganaron un buen dinero con el que armar una vida. Conozco a camareros que acabaron montando lujosos restaurantes. Lo que no conozco es a ningún «nini» treintañero apalancado en el sofá de papá y mamá que esté dispuesto a irse a trabajar al Gran Sol, o a una plataforma petrolífera, o de camionero. La «generación mejor preparada de la historia», proclamaba Zapatero. ¿Preparada para qué?

(PD: y no quiero quedar como un abuelo Cebolleta, reconozco también que hay infinidad de chavales que se desempeñan de maravilla y con un enorme esfuerzo, como observo cada día en mis compañeros de trabajo. Pero en general…).