El Rey desterrado
Desterrar a Don Juan Carlos fue una chapuza de Estado. Repatriarlo con dignidad es la única manera de empezar a subsanar un estropicio que, tal vez, nunca tenga ya remedio
Estaba yo ayer de cuerpo presente en el estudio madrileño de Cope, junto a Carlos Herrera, algo que pudiera parecer usual, pero lo es menos de un tiempo pandémico hacia ahora, cuando el Mito Viviente soltó el bombazo: no solo había estado este fin de semana en Dubai con el Rey Juan Carlos, sino que además estaba preparando un libro que, sin dar más detalles, sonaba autobiográfico.
Conociendo algo a Herrera, lo que ha contado ahora debe llevar detrás ya muchas horas de trabajo y preparación. Y viendo sus habituales encuentros con el Rey desterrado, es razonable pensar que todo ello cuenta con su participación y aquiescencia.
Son solo impresiones: sé del asunto lo mismo que cualquier oyente de Herrera que lleva meses escuchándole al locutor sutiles revelaciones sobre el estado de Don Juan Carlos, sus opiniones, su salud o incluso su ánimo. Pero deseo que sea cierto y que sirva además de testimonio directo de Su Majestad, a quien necesariamente le queda menos tiempo de vida.
No hace falta ser monárquico ni juancarlista ni negacionista de los excesos y errores del Rey para entender que, en su exilio forzado, España se juega muchas cosas relevantes que deberían activar todas las alarmas de quienes, desde distintos enfoques, andan preocupados por el futuro del país.
Me explico: expulsar al Rey de la Transición equivale, sin más, a legitimar el discurso abolicionista del «Régimen del 78», como despectivamente llaman a ese tiempo inolvidable los promotores, ahora, de un «nuevo periodo constituyente» que modifique la Constitución, anule la Monarquía Parlamentaria como sistema vigente y, por supuesto, avale la independencia de Cataluña y el País Vasco al menos.
La criminalización del Rey es la manera de criminalizar lo que representa en su conjunto para obtener, desde ese desprestigio, la anulación vía hechos consumados del modelo democrático que nunca podrán cambiar de manera legal por la evidente falta de fuerzas.
Por ello la operación de expulsión de Don Juan Carlos fue la mayor chapuza política de Moncloa y Zarzuela, con mala intención en el primer caso, ingenuidad en el segundo y una torpeza infinita en los dos.
Mantener lejos a un Rey, en el mismo país que acerca a etarras, señala al conjunto de su obra, facilita las conjuras contra el edificio constitucional y pone en entredicho el futuro del sistema. Quienes quieren ajustarle cuentas a Juan Carlos I, sin otro objetivo que el castigo acorde a sus evidentes defectos, que al menos tengan en cuenta el verdadero objetivo de quienes buscan algo mucho mayor y mucho peor.
El Rey es una excusa, y dejarlo tirado en los Emiratos Árabes es, además de un comportamiento inhumano hacia un octogenario, una invitación a que los planes más perversos de los enemigos de la Transición obtengan el resultado que ni en sueños hubieran imaginado.
Desterrar a Don Juan Carlos fue una chapuza de Estado. Repatriarlo con dignidad es la única manera de empezar a subsanar un estropicio que, tal vez, nunca tenga ya remedio.