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Ya no saben qué inventar

Ayer se votó en el Congreso imponer el uso obligatorio de la mascarilla en la calle. Esta imposición forzosa llega cuando hace más de dos meses que la variante ómicron irrumpió en nuestras vidas y la curva de víctimas está ya descendiendo. Si de verdad fuese útil –y no lo creo– la hacen obligatoria cuando ha pasado lo peor

Ruego que no haya lugar a equívocos. No tengo ninguna tesis conspiracionista. Creo que hemos padecido una pandemia gravísima en la que hemos perdido amigos queridos, que con el paso del tiempo se va moderando, pero todavía deja víctimas mortales o, como he visto yo mismo en mi familia, matrimonios jóvenes con un hijo de apenas un año que se pasan todos encerrados en casa dos semanas en un estado deplorable. Esa es la enfermedad que hay que combatir.

También veo en mi familia jóvenes negacionistas que se oponen radicalmente a vacunarse y aducen argumentos infinitos y leen con fe ciega los argumentos de FPCS –él prefiere presentarse así– en los que este entresaca cuidadosamente informes de las grandes universidades norteamericanas y excluye partes de mucho más peso para intentar probar que hay una confabulación mundial. Con su pan se lo coma él y los que quieren creerle. Yo no tengo ninguna duda de que hay una inmensa pandemia que se ha llevado por delante a demasiados amigos y que desde que hay vacuna, muere muchísima menos gente. Creer que esta vacuna es una conspiración, me parece un disparate.

Durante los dos largos, larguísimos, años que han transcurrido desde que se anunció la detección del primer caso de coronavirus en España el 31 de enero de 2020, hemos visto al Gobierno perpetrar los mayores disparates en su supuesta lucha contra la pandemia. Errores que simplemente demuestran que no tenían ni idea de lo que hacían. Lo que, ya de por sí, es bastante grave. ¿Se acuerdan cuando nos decían que las mascarillas no eran necesarias porque no servían para nada? Aunque cueste creerlo –sólo a quien tenga una mala memoria, claro– aquello lo proclamaba el portavoz oficial del Gobierno, la autoridad preclara que nos fue presentada como un pitagorín, respondía al nombre de Fernando Simón y nos anunciaba que había que permanecer recluidos –los suyos impusieron el término pervertido de «confinados»– mientras él se iba a hacer surf a Portugal.

Soy incapaz de hacer una cronología exacta, pero a lo largo de estos 24 meses hemos pasado por las fases más contrapuestas sin ningún soporte científico. Igual que hace dos años el Gobierno nos decía que la mascarilla no aportaba ninguna protección por la sencilla razón de que no había mascarillas disponibles y, por lo tanto había que mentir diciendo que su teórica utilidad no estaba demostrada –cuando lo estaba sobradamente– ahora hemos pasado al extremo opuesto. Ayer se votó en el Congreso imponer el uso obligatorio de la mascarilla en la calle. Esta imposición forzosa llega cuando hace más de dos meses que la variante ómicron irrumpió en nuestras vidas y la curva de víctimas está ya descendiendo. Es decir, si de verdad fuese útil –y no me creo que lo sea puertas afuera– la hacen obligatoria cuando ya ha pasado lo peor. Pero la realidad es que no hay ni un solo estudio científico que diga que la mascarilla tiene ninguna utilidad en espacios abiertos y ventilados. Lo que viene siendo la calle. La misma –por no decir otra cosa– calle.

¿Y por qué entonces pretenden imponerla ahí? Supongo que porque quieren demostrar que hacen algo aunque en realidad no hacen absolutamente nada. Ya no saben qué inventar. ¿O sería más exacto decir «aparentar que inventan»? España es un país al que la COVID-19 ha arrasado, dejando 120.000 muertos –según el Instituto Nacional de Estadística– y tenemos un Gobierno que se vanagloria de haber gestionado la pandemia mejor que ningún otro en el mundo. Que Santa Lucía nos conserve la vista si no somos capaces de discernir con claridad lo que tenemos ante nosotros.