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Saludo al monumento

Haremos lo posible y lo imposible para que el heroico soldado vuelva a su sitio. Y cuando sea repuesto, viajaré a San Fernando, para saludarlo de nuevo y recibir su respuesta a mi saludo

Muchos, muchísimos, no entenderán lo que voy a escribir. Y otros tantos me considerarán protagonista de un ridículo repetido en centenares de ocasiones. Saludar militarmente al monumento ecuestre de un general del Ejército, y sentirse siempre respondido al saludo.

He escrito mil veces de mi Servicio Militar en Camposoto, Real Isla de León, San Fernando. Quince meses de alegre dureza y disciplina. Una época inolvidable. Tenía todos los contactos para cumplir con los tres meses de instrucción y campamento, y ser destinado a un desdichado enchufe. Y me opuse a ello. Las cosas importantes en la vida hay que hacerlas bien y con el mejor espíritu. Tenía en mi compañía un compañero, recluta como yo, inteligente y de izquierdas – aunque suene extraño–, que años más tarde ocuparía un importante cargo en Prisa. Este compañero no se opuso al enchufe y después de la Jura de Bandera, marchó a Madrid para no volver. Año 1971.

Ya de soldados, nos autorizaban a salir desde la hora de cese del servicio hasta la formación de retreta. Nos reuníamos los cuatro o cinco amigos que quedábamos en el CIR 16 –destinados como instructores y en espera de un nuevo reemplazo–, y tomábamos unos vinos en Cádiz o en San Fernando. San Fernando se sitúa al pie de Camposoto, y en menos de veinte minutos de paseo llegábamos a la Plaza Real, centro de la ciudad marinera y salinera. Íbamos de uniforme. Y la Plaza Real la presidía un monumento ecuestre de bronce. Sobre el caballo, el General Varela, nacido «cañailla», natural de San Fernando.

Sabía de él, pero me interesó su figura. Siete heridas de guerra y dos Laureadas Individuales de San Fernando. Teníamos a un compañero dado de baja por una pequeña herida en la mano derecha producida por el cerrojo del mosquetón, el «chopo», durante una guardia. El mosquetón sólo se usaba en las guardias, porque el arma reglamentada era el CETME. Y pasando una tarde ante la estatua del General Varela, comenté a mis amigos: «Parece mentira que el llorica de X esté de baja por un rasguño de mosquetón, y este tío recibiera siete balazos en su cuerpo sin perder la compostura». Y desde aquella tarde, cada vez que pasábamos ante el monumento al General Varela, el bilaureado, nos llevábamos la mano derecha a la gorra de paseo, y saludábamos con todo respeto a la figura del General montado a caballo. No sucedió ni tres veces ni cinco. Saludábamos al General camino del bar, y con más decisión y marcialidad, de vuelta del bar y rumbo al Campamento. Ignoro lo que sentían mis amigos, pero yo me hice creer que el General respondía a mi saludo.

En su ciudad natal, San Fernando, donde se promulgó la Ley de Libertad de Imprenta y se celebraron sesiones parlamentarias de las Cortes de Cádiz, con nocturnidad y alevosía, han despiezado el monumento a uno de sus hijos más heroicos e ilustres, con la excusa de «proceder a unas obras». El General Varela y su caballo han sido depositados, por piezas, en un polígono municipal. Las izquierdas rencorosas quieren aplicar a su monumento la puta Ley de la Memoria Histórica que no se atrevió a derogar Rajoy, cuando las siete heridas de guerra del General Varela se produjeron con anterioridad a 1936. Como si una fecha estableciera el límite del heroísmo y el reconocimiento.

Haremos lo posible y lo imposible para que el heroico soldado vuelva a su sitio. Y cuando sea repuesto, viajaré a San Fernando, para saludarlo de nuevo y recibir su respuesta a mi saludo.

La verdad siempre termina por vencer al odio y la mentira, Mi General.