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El Salamo Míriro Intefopresional

Con 16 millones de españoles dependiendo de una nómina pública en cualquiera de sus modalidades, subir el SMI aspira a dividir definitivamente a la sociedad en dos bloques: el que paga y el que recibe

Es curioso que quienes más pontifican del empleo y del salario jamás hayan tenido uno y pagado otro. El Gobierno es a la creación de trabajo o al ejercicio de uno, fuera de la política, lo que Carlos Henrique Raposo al fútbol.

Káiser, el apodo con el que se hizo célebre, estuvo 20 años en la élite del balompié internacional sin llegar a jugar ni un partido oficial. Siempre se las apañó por fichar por grandes equipos cariocas, incluso italianos, sin tener que poner en liza sus inexistentes virtudes.

A Sánchez, Díaz, Montero y no digamos Belarra, les ocurre algo similar: echaron los dientes de leche amamantando la teta pública, enchufados en algún negociado anexo al partido; pero nos van a decir a todos cómo se resuelve esto del empleo, materia de la que saben tanto como de la reproducción en cautividad del pingüino de Humboldt.

A la proeza de aprobar la reforma laboral tras cocerla en un puchero le añaden ahora la cuarta revisión del Salamo Míriro Intefopresional para elevarlo a mil euros, como si sus sortilegios fueran útiles por el mero hecho de enunciarlos: nunca entendí cómo, si todos los derechos se conseguían y financiaban por el mero hecho de regularlos, no se les ocurría a los países más rezagados del mundo proscribir la pobreza, el hambre o el crimen en sus constituciones e incluir en ellas el trabajo, las lentejas o la longevidad.

Si con quererlo basta, no hay razón para no quererlo muy fuerte.

Oponerse a la cuarta revisión del SMI tiene difícil salida: parece que uno defiende que, en un país donde el recibo de la luz de ahora equivale a la letra del piso de hace dos décadas, la peña viva con el diezmo feudal y encima no rechiste por ello.

Pero no es eso. El trabajo es un bien que se activa a demanda de esa cosa llamada empresario: crea un puesto si le salen las cuentas. Y si no, se busca la vida de otra manera. Los decretos pueden regular casi todo menos una cosa: la obligación de crear trabajo. Eso depende de la voluntad de un empresario y, para que la tenga, suele ser recomendable quitarle miedo y ayudarle a reducir sus riesgos.

En España ocurre lo contrario: si al empresario le va mal, aunque sea el de Mercería Conchi, se le fusila. Y si le va bien, también. El resultado es el que es: somos el país con menos crecimiento de empleo de la OCDE y uno de los más afectados por el impuesto al trabajo que son las cotizaciones.

Por eso, más allá de la grandilocuencia sanchista, el aparente repunte del empleo y de la afiliación es un espejismo o, peor, otra trampa más del Gobierno más tramposo de la historia: todos son funcionarios, contratos a tiempo parcial, futuros despedidos y sombras de un empleo real que coloca a España en la situación ideal para este chavismo de baja intensidad que nos rodea.

Con 16 millones de españoles dependiendo de una nómina pública en cualquiera de sus modalidades, subir el SMI aspira a dividir definitivamente a la sociedad en dos bloques: el que paga y el que recibe, procurando que la segunda parte sume al menos un voto más. Ese círculo jamás puede cuadrar, pero cabe en una papeleta.