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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Pagar en efectivo, la última rebeldía

Al final, perseguir a quienes prefieren utilizar dinero en metálico no deja de ser otro mordisquito a la libertad

Actualizada 10:11

Si se viaja a China se percibe enseguida algo anecdótico, pero que delata que van más rápido que nuestra soñolienta Europa: en las ciudades todo el mundo paga con el móvil. Debido a la calamidad de la pandemia, por aquí nos hemos acostumbrado a apoquinar con la tarjeta. A los que somos del siglo pasado, al principio se nos hacía un poco raro abonar con dinero de plástico un simple cortado, o una caña. Pero nos hemos acostumbrado. En mi caso es ya muy raro que abone algo en efectivo. Con los billetes y monedas me ha acabado ocurriendo como con los periódicos de papel, que ahora percibo como películas de cine mudo en la era del sonoro (hace un lustro que he dejado de comprarlos en los quioscos, me resulta más cómodo leerlos en la tableta).

Dicen que pagar con tarjeta es más higiénico y que no tiene vuelta atrás. También se aduce que es un modo de acotar la economía sumergida. En algunos locales comerciales y de hostelería se ponen estupendos y ni siquiera admiten ya el dinero en metálico. Pero eso es algo intolerable. Todos, incluso quienes no lo empleamos, deberíamos defender que se siga pudiendo utilizar el efectivo. ¿Por qué? Pues porque la creciente campaña contra los billetes y las monedas no deja de suponer otro mordisquito a las libertades personales (amén de que el uso generalizado de las tarjetas ha machacado a las personas que piden en las calles; a los camareros, que han perdido el grueso de sus propinas; y a los ancianos, que todavía prefieren manejar dinero físico).

El problema del pago con tarjeta es evidente: deja un rastro. Permite que un tercero pueda conocer al detalle en qué te pules la pasta. Mientras que el pago en efectivo preserva dos derechos básicos: el de la intimidad y el de hacer lo que te da la puñetera gana con el fruto de tu esfuerzo.

Todo esto puede parecer una menudencia. No lo es, porque forma parte de un debate mayor: los seres humanos jamás hemos estado tan expuestos al escrutinio de un ojo exterior –en este caso digital–, que taladra hasta lo más íntimo de nuestro ser. El auténtico negocio de empresarios como Zuckerberg es la minería de datos. Escudriñan nuestro comportamiento y comercian con él. Roger McNamee, un alto empleado que se apeó de la cúpula de Facebook, lo explicó sin tapujos: «Cada acción de un usuario les otorga una mejor compresión del mismo y de sus amigos. Lo aprovechan para manipular la atención de esos usuarios y luego los anunciantes pueden comprarle a Facebook el acceso a esa atención». Está probado que con 300 «likes» los algoritmos de Zuckerberg nos conocen mejor que la persona que duerme a nuestro lado.

Nos espían con los altavoces inteligentes. Nos espían a través de nuestros móviles, que son perfectamente perforables. Saben qué música escuchamos, qué películas vemos, dónde hemos estado, cómo gastamos nuestro dinero. Incluso conocen nuestro estado de salud si utilizamos las aplicaciones que nos ofrecen al respecto. Sin apenas enterarnos, vivimos inmersos en una pesadilla orwelliana, donde nuestra privacidad se ha convertido en quincalla. Hemos vendido nuestros secretos, y en cierto modo nuestra libertad, engañados por unas multinacionales tecnológicas de fachada amable. En apariencia han hecho más agradables nuestras existencias de una manera gratuita. Pero no es así: les pagamos con la radiografía de nuestra alma.

Los algoritmos de aprendizaje de Facebook, que ahora se hace llamar Meta, ingieren trillones de datos al día, derivados de nuestro comportamiento. Según relevó un documento interno de la compañía en 2018, con ellos producen seis millones de predicciones por segundo. Lo que se logra es predecir cómo nos vamos a comportar. ¿Puede haber un botín mayor para poner a la venta? Estamos ante un mercado de futuros donde se negocia con el comportamiento humano. Shoshana Zudoff, una socióloga de Harvard, ha acuñado el término «capitalismo de vigilancia», porque «han convertido las vivencias humanas en materia prima gratuita para su venta».

Así que cada vez que vean a un abuelete pagando su café con calderilla y sin un teléfono móvil inteligente a cuestas, aplaudan. Están contemplando a un héroe, una persona que vive sin dejar rastro. Un paladín de nuestras libertades.

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