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Lo que yo haría si fuera Casado o Abascal

PP y Vox deben cambiar el relato: el problema de España es el Gobierno del PSOE con el chavismo y el separatismo. Ponerle un cordón sanitario a Sánchez es una urgencia que justificaría un acuerdo de mínimos cruciales antes de las generales

El problema de España no es la ultraderecha, que solo existe en los sueños artificiales de una izquierda maquis en los montes de La Moraleja. Lo más parecido al fascismo que sobrevive está todo en el Gobierno o en sus inmediaciones: su cara B, que es el chavismo totalitario de Podemos; y la peor xenofobia de Europa combinada por un maoísmo vintage de genoma terrorista, encarnados por ERC y Bildu.

Ese es el gran problema de España, blanqueado por un Pedro Sánchez dispuesto siempre a vender a su madre, a su padre y a la familia completa para alcanzar un poder que, cuando es un fin en sí mismo como decía Orwell, se acerca a una dictadura.

Que sin embargo el debate esté ocupado en estigmatizar a Vox o poner en aprietos al PP denota la potencia de los medios de comunicación para fijar un relato equivocado por razones además espurias: cuanto más se insista en el inexistente problema del fascismo; más se maquillarán las indeseables alianzas de Sánchez y menos sencillo tendrá prosperar una alternativa que, con los votos castellanoleoneses en la mano, piden a voces los españoles.

Para desmontar esta función, abrumadora en los recursos desplegados pero inane en los argumentos, hay varios hitos imprescindibles al alcance de los dos líderes de partidos compatibles con electores hermanados.

Casado no puede sustentar su discurso en la idea, siquiera tangencial, de que un Gobierno apoyado en Batasuna le regaña y señala por intentar entenderse con un partido perfectamente constitucional que, más allá de algunas propuestas gruesas e innecesarias, respeta el marco aunque quiera cambiarlo en parte: atacar a Vox por dudar del Estado autonómico mientras acepta que solo podrá cambiarlo desde la Constitución no solo ataca a los cimientos mismos de la democracia, sino que supone un ejercicio de cinismo insuperable en quienes, a la vez, indultan a delincuentes condenados por atentar contra la unidad de la nación por métodos ilegales.

El PP no puede parecer que, por evitar la movilización de la izquierda a la puerta de las elecciones andaluzas, suscribe la etiqueta de fascista para un partido que nació de sus entrañas y crece con votantes de ADN popular.

Y Abascal, por su parte, no puede anteponer la competición contra Casado a la oposición a Sánchez, algo que evidencia su maximalismo habitual y resume la artera moción de censura, más destinada a caricaturizar al PP como una muleta de Sánchez que a derribar a Sánchez, un imposible aritmético que transformó aquel lance en un elemento de cohesión del Gobierno frente al «enemigo común» y en una zanja profunda entre ambos partidos de la derecha.

Si Casado cuenta con entenderse con Vox, en el momento procesal oportuno; y si Abascal antepone la oposición a Sánchez al sorpaso al PP (ya ensayado por Rivera con resultados funestos para Cs y para España), ninguno de ambos debería tener problemas en suscribir un pacto estable, global y sólido en unos términos válidos hasta las próximas generales en cualquier ámbito, momento y circunscripción.

Bastaría con que pusieran a España por delante y se comprometieran a facilitar la investidura de todos sus candidatos mientras, enfrente, haya un aspirante de cualquiera de los partidos del nuevo Frente Popular.

Hasta las elecciones nacionales, que Sánchez quiere celebrar a principios de 2024 estirando todos los plazos legales, PP y Vox tienen como principal reto compartido frenar a ese nacionalpopulismo que ha hecho de España un páramo de ideas, de dinero, de principios y de identidad. E invitar al PSOE a romper esas ataduras si quiere que la derecha levante el único «cordón sanitario» imprescindible: el que hay que ponerle a este Gobierno.

Ser o no vicepresidente, ocupar o no una consejería, no es importante. Para eso ya habrá tiempo cuando toda España vote: antes, comprometerse a parar esa deriva, desde la lealtad recíproca sobre unos principios elementales, debiera ser suficiente. Se trata de parar a Sánchez, a Otegi, a Puigdemont, a Junqueras y a Belarra. No de ver quién es más español a costa de dejar tirada a España.