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No voy a hablar del PP

Ya está bien de que los únicos espectáculos que se desarrollan en formato de largometraje sean los que afectan al Rajoy, la Aguirre, la Ayuso o el Borbón de turno mientras tanto tunante esconde los suyos o los resuelve persiguiendo al juez, al periodista o al humilde ciudadano que los denuncia

Las huestes más cafeteras querrán que uno se decante por Casado o por Ayuso sin circunloquios, como estiman imprescindible también responder a la pregunta sobre las alianzas entre PP y Vox con un monosílabo afirmativo, o negativo, que resuelva complejos asuntos con sencillas respuestas.

Si en el viaje aparece Egea, señalado como el santo turco del mismo nombre que prendió fuego al templo de Cibeles antes de ser ejecutado; o si la alternativa al pacto de las derechas es un redoble de sanchismo en vena; todavía puede resultar más perentorio elegir bando y escoger, por tanto, enemigo.

Y, sin embargo, no lo voy a hacer. Y no solo por la evidencia de que, en toda pelea de largo recorrido, las batallas iniciales no anticipan siempre el desenlace del conflicto: en este caso, vamos más hacia la guerra de las Dos Rosas, que terminó 30 años después con el matrimonio de un Lancaster con una York por si sirve de pista; que hacia las Malvinas, saldada con una derrota argentina más rápida que la cópula de un conejo o la lengua de un asesor.

No, la razón es otra. Me explico. Nadie ha desmentido que el padre vendiera su pequeña empresa a un señor que, tras abonar la cuantía señalada, se convirtió en contratista del Gobierno de Sánchez.

Tampoco que una empresa del entorno de Ábalos, con una facturación similar al casillero de votos de España en Eurovisión, pasara de repente a facturar más de 50 millones por vender mascarillas a precio de caviar, una cifra casi idéntica a la concedida a Plus Ultra y tapada luego por tres Ministerios.

El listado de tropelías, excesos y escándalos que acumulan Sánchez, su socio caribeño y sus aliados catalibanes o bilduetarras es inmenso, pero la complicidad mediática y el desprecio a la ley que caracteriza a este Gobierno lo convierte en un incidente pasajero, cuando no en un bulo ultraderechista.

Nadie ha trincado más que el PSOE andaluz; nadie ha pervertido más las costuras del Estado de derecho que Sánchez y nadie ha desplegado más cemento facial que la colección de cínicos y jetas que pontifican sobre Dios con salmos siempre del diablo.

Nada de eso disculpa los abusos, trinques y navajazos de nadie. Ni le salvará nunca del castigo que los hechos, o el reparto de fuerzas, reclame o en todo caso provoque.

Pero ya está bien de que los únicos espectáculos que se desarrollan en formato de largometraje sean los que afectan al Rajoy, la Aguirre, la Ayuso o el Borbón de turno mientras tanto tunante esconde los suyos o los resuelve persiguiendo al juez, al periodista o al humilde ciudadano que los denuncia.

No se trata de pedir impunidad para todos, sino de que nadie la tenga. Ni tampoco de infravalorar la profundidad de las autolesiones que el PP se ha provocado a sí mismo, tal vez incompatible con la vida a poco más que insistan.

Pero sí de aprovechar este glorioso derramamiento de sangre en público para recordar que tantos otros van matando en un oscuro callejón y luego gritan, como ninguno, que hay que detener al asesino.