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Cementerio en la mar

Los pescadores ganan el dinero más honrado que existe. Y de cuando en cuando, la mar se traga sus ilusiones y las de sus familias. El mar no tiene un buen carácter

Mi primera tristeza por un naufragio me vino de golpe en San Sebastián, en los primeros años de los sesenta. La mar se tragó al «Mirentxu», un arrantzale en plena campaña bonitera. No hubo supervivientes entre los embarcados, casi todos ellos paisajes humanos que se movían por el muelle de los pescadores, en la falda del Monte Urgull.

Dos marineros, Agustín Blanco Amundarain y Miguel Loncha, perdieron a sus amigos, y sus vacíos se sentaban con ellos en las mesas de Derteano o donde La Panchica, el más visitado asador de sardinas de San Sebastián, a un paso del Acuario frente a la barra de la bahía de La Concha. Tocaron a muerto todas las campanas de San Sebastián, siguiendo el ritmo lento de Santa María del Coro, iglesia-nave alzada al final de la calle Mayor, en la parte vieja. «El mayor cementerio del mundo es el fondo de la mar», repetía Miguel Loncha mientras apuraba el último tintorro de su frasca diaria. Miguel vivía de la mar y odiaba a la mar. Era un donostiarra que sólo pisó dos lugares en su larga vida de pescador y marinero. Las cubiertas de los barcos y los suelos del Muelle. Conocía San Sebastián desde la mar, porque jamás traspasó los límites del puerto. De la mar a Derteano, de Derteano a su casa, y de su casa a la mar. «No he pisado ni el Bulevar», reconocía con toda naturalidad.

El 14 de agosto por la noche, víspera del Día de la Virgen, los pescadores y marineros engalanaban los barcos. A las 8 de la tarde, el Orfeón Donostiarra cantaba en Santa María la maravillosa Salve de Réfice, encargada por la Reina María Cristina de Habsburgo al compositor italiano. Una Salve que sólo se canta el 14 y 15 de agosto, y siempre por el Orfeón. Como regalo final, se despide la celebración cantando, Orfeón y pueblo, el Agur Jesusen Ama. Y muchos componentes del Orfeón Donostiarra se reparten para cenar en el Muelle, en las sociedades gastronómicas «Gaztelubide» y «Gaztelupe». Poco antes de las 12 de la noche, se juntan en el púlpito de Urgull, cara al Cantábrico, y cantan el Festara – la Fiesta–, dedicada a todos los marinos, marineros y pescadores que se fueron a la mar y no volvieron. Una canción de fiesta entonada entre lágrimas.

Un bellísimo cuento de Anatole France se hizo película y se rodó en Cudillero, Asturias, uno de los pueblos pescadores más bonitos de España. Su música y sus paisajes resultan tan emocionantes como la historia. Se trata de una historia de trabajo, de fe, de amor, de muerte en la mar y de esperanza, y por eso jamás se emite en las cadenas de televisión.

Pero aquel que no haya rozado con su piel la tragedia de los pescadores que parten de los puertos y jamás vuelven, puede entender y meterse hasta el alma en la grandeza y valentía de los marinos y los pescadores. Y de sus familias, que son las primeras víctimas de los naufragios, porque ellos descansan mientras los suyos lloran.

El «Villa de Pitanxo» se entregó a la mar en las frías aguas de Terranova. Un parón en los motores en plena maniobra, un golpe de mar violento y, en pocos segundos, el naufragio. Tres héroes –todos los pescadores lo son–, han sobrevivido. Los familiares piden, lógicamente, que se mantenga la operación de rescate de los cuerpos que se hundieron con el barco a dos mil metros de profundidad. Resulta dolorosísimo, terrible, abrirles los ojos a la realidad. Ellos están en su barco, y la recuperación de sus cuerpos es una empresa imposible. Sus almas arriba, y sus cuerpos naufragados y unidos en el inmenso cementerio de la mar. Hoy, cuando escribo, el Cantábrico está de nortazo loco. No parten los barcos del puerto, pero habrá decenas de ellos faenando millas adentro. Los pescadores ganan el dinero más honrado que existe. Y, de cuando en cuando, la mar se traga sus ilusiones y las de sus familias. El mar no tiene un buen carácter.

Que la brisa les sople a sus espaldas, que les ayude a subir por los peldaños invisibles y que lleguen a lo más alto mientras sus cuerpos descansan en la mar para siempre.