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Sacudirse esta costra, creer en España

Un país tan formidable como el nuestro tiene que superar este regodeo en la mediocridad, el autoodio y la igualación a la baja

Los viejos entrenadores del fútbol, esos zorros canosos a los que los futbolistas todavía se dirigen con un reverencial «míster», tienen una máxima muy clara: «Si saltas al campo con la idea de empatar, lo normal es que acabes palmando». Lo mismo se puede expresar con una sobada cita atribuida a media docena de personajes, desde Sun Tzu a Maquiavelo: «La mejor defensa es un buen ataque». En cualquier orden de la vida, si te arrugas, si te planteas tus tareas con abulia reservona y nula ambición, lo que acabas consiguiendo es un aterrizaje de cabeza en la mediocridad. Y algo de eso está ocurriendo en España en los últimos diez años.

En un país que atravesaba tragos amargos y muy complicados, nuestros padres y abuelos no se amilanaron. Actuaban motivados por una clarísima pulsión por ir a más. Trabajaron sin tasa con la ilusión de subir un peldaño, de dar a los hijos las oportunidades que ellos no habían tenido (sobre todo en lo referente a los estudios, con millones de familias que por primera vez vieron llegar a uno de sus miembros a la universidad). Cuando se cegaban todas las puertas, gentes de aldeas ignotas agarraban su maleta de cartón con discreto arrojo y buscaban un horizonte en un extranjero del que nada sabían.

Durante la segunda parte del franquismo y el último cuarto del siglo XX fue construyéndose una España de pequeños propietarios, familias que con ahorro y moderación lograron comprarse su piso. Nacieron las primeras multinacionales españolas. La mejora de las infraestructuras resultó casi mágica, gracias a los fondos europeos y el empuje de nuestras administraciones, que tenían fe en el futuro del país. Había problemas, en especial la plaga sanguinaria de ETA. Pero nunca llegaban a minar la fe en el buen futuro de España, que todavía era patente en 1992, una suerte de año mágico, donde nos creímos los reyes del mambo (e igual lo éramos).

De aquel optimismo hemos pasado a un extraño autodesprecio, como si nos hubiésemos olvidado de una verdad: vivimos en uno de los países de mayor calidad de vida del planeta. La torpeza de los Gobiernos de la nación, y la felonía de nuestra izquierda ante la idea de España y su unidad, han permitido que se abriese una peligrosa brecha separatista. La sopa de letras de la Nueva Política solo se ha traducido en inestabilidad, problemas crecientes para aprobar las cuentas en plazo y politiqueos marrulleros de faca en mano y ceguera ante los temas de largo plazo. Pero casi lo peor de todo es que se ha ido imponiendo un estado de ánimo maulas, derrotista, fomentado por un cansino «regresismo» que se hace llamar «progresismo».

Vivimos en un país donde si se pregunta a los niños si prefieren ser funcionarios o empresarios, responderán en masa que lo primero, porque es «más seguro». Impera una condena pública del esfuerzo por parte de quienes nos gobiernan. Hay miedo a arriesgar por parte de una ciudadanía cada vez más acomodada, que ante cualquier revés clama ante la teta del Estado. Se predica el odio al que progresa. Se desprecia al triunfador escupiendo con desprecio el epíteto de «rico». Todo aquel al que le va bien debe ser fulminado fiscalmente. Lo correcto es una igualación a la baja de fachada falsamente amable, que en realidad anula una de las cualidades que vivifican las sociedades más sanas y prósperas: la legítima ambición de ir a más.

Tampoco está libre de toda culpa la derecha española. Con su constante hincapié en hablar únicamente de los destrozos del sanchismo –que son ciertos y deben denunciarse– parece que que se haya olvidado de vender también optimismo y fe en las potencialidades de España.

La convulsa catarsis del que todavía es el mayor partido de la derecha –si no se empeña en suicidarse– debería ser algo más que un navajeo de egos. Podría constituir una base para abrir un debate intelectual y político de altura sobre cómo recuperar una España de miras altas y grandiosas ambiciones. Solo con ellas puede construirse un país realmente pujante. Como nunca se logrará es con esta costra de mediocridad, autoodio, victimismo, obsesiones de género y cursilerías improductivas. Es tiempo de levantar un poco la cabeza, usar lo que hay debajo del pelo para pensar y mirar al horizonte.