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¿El fin de Occidente?

Nos estamos suicidando, pero no faltarán los Biden, Sánchez o Von der Layen que nos digan, solemnes, que esto se arregla encendiendo velas y sacando fotos de Gandhi

Todas las vergüenzas intelectuales y autohomenajes baratos necesitan de espacios de confort para no estrellarse contra la dura realidad. Es fácil hablar de la paz en el mundo, de la igualdad de sexos o del peligro del fascismo cuando la primera existe, la segunda no está en peligro y del tercero no hay noticias.

La izquierda española, y en general el ecosistema político europeo, se mueve en ese espacio con soltura, hiperventilando con causas justas que solo están en riesgo en espacios remotos para, al adoptarlas con solemnidad artificial, utilizarlas en casa con fines espurios resumidos en uno: dividir a la sociedad para, mediante la caricatura del rival como portador de esos peligros, movilizar a la parroquia propia en defensa de unos valores supuestamente amenazados.

El problema surge cuando la ciencia ficción termina y la realidad interrumpe la función con un sopapo y la ceremonia de exaltación propia queda superada por la necesidad de llevar a la práctica esos valores ante enemigos reales.

La izquierda española tildó de ultraderecha al PP de Rajoy y al de Casado y lo hará con el de Feijóo; incluyó en ese epígrafe a Albert Rivera y remató su tendencia al brochazo totalitario activando una alerta antifascista contra Vox, aún vigente, que aspira a evitar la alternancia democrática en España mediante la abolición de las únicas alianzas viables para el PP.

En la misma medida ha descrito un país coaccionado por machistas, homófobos, franquistas, curas y señores feudales que, coaligados en una especie de Alianza Reaccionaria; oprimen al pueblo y censuran su necesaria pluralidad para mantener eternamente un sistema de privilegios explicativo de todos los males individuales y colectivos que sufrimos. Y, de paso, exonerador de la incompetencia propia cuando se fracasa estrepitosamente en la gestión de los asuntos públicos.

La persecución de enemigos imaginarios termina cuando aparecen los monstruos reales en sus distintas versiones: la crisis económica entierra la idea de que el malo es Amancio Ortega por la contudencia de los estragos en las clases medias; el éxito talibán en Afganistán exhibe los efectos devastadores de la opresión a la mujer que aquí se denuncia en vano para imponer un lenguaje inclusivo por ley y el apogeo del extremismo con distintas caretas en Rusia, Oriente Próximo o Latinoamérica entierra la ilusión de que la gran amenaza es el fascismo europeo.

El apogeo de esa sangrante contradicción entre el melodramatismo progresista ante peligros inventados y su indiferencia, complicidad o inutilidad ante peligros objetivos alcanza el clímax en el ámbito bélico de Ucrania, invadida a fuego y sangre por un sátrapa que expone todas las vergüenzas de una comunidad internacional abonada al buenismo y amamantadora de sociedades malcriadas e infantiles que se creen con derecho a todo sin luchar por nada y solo son capaces de pelear contra rivales de mentira, avalando la prosperidad de las peores ideas en el rincón del mundo, Europa, que parió las mejores.

En MASH, la célebre serie antibélica americana de los años 80, sonaba de sintonía Suicide is painless, perfectamente válida para ilustrar con una triste canción la decadencia occidental anticipada por Jacques Barzum en su célebre ensayo histórico: nos estamos suicidando, pero no faltarán los Biden, Sánchez o Von der Layen que nos digan, solemnes, que esto se arregla encendiendo velas y sacando fotos de Gandhi. En la guerra de verdad, solo servimos ya de prisioneros.