Política de ideas
La política del PP debería basarse en tres fundamentos: el liberalismo, el conservadurismo y el personalismo cristiano
Creo que no se ha cumplido la predicción del final de las ideologías de Daniel Bell, seguida en España por Gonzalo Fernández de la Mora, a manos de la eficacia, el éxito y la gestión. Habrían podido morir a manos de una política de ideales, pero no parece que haya sido ese el caso. Para bien y para mal, las ideologías siguen, en gran medida, vigentes. De hecho, no hay buen político (especie de extraña escasez) que no tenga idea clara de lo que hay que hacer con una nación desde el Estado. Pero el poder no puede ser un fin en sí mismo, sino un medio al servicio de la justicia y el bien común. Por eso hay que desconfiar de todo político que no tenga al menos una mínima inquietud intelectual, porque muy probablemente se trata de un oportunista, un ambicioso o algo aún peor. La política no se puede fundar ya en la amistad de los ciudadanos (Aristóteles), pero tampoco en la división maniquea entre amigos y enemigos (Carl Schmitt).
Parece claro que, si no está decidido a su autodestrucción, la política del PP debería basarse en tres fundamentos ideológicos para ser una genuina política de ideas: el liberalismo, el conservadurismo y el personalismo cristiano. Y los tres son distintos, pero compatibles entre sí. El liberalismo, en su doble sentido, de actitud moderada de quien admite la posibilidad de estar equivocado y se decide a convivir lealmente con quienes no piensan como él, y como ideología que posee un contenido determinado en defensa de la libertad. El conservadurismo es cosa distinta, pero conciliable con él. «Liberal-conservador» o «conservadurismo liberal» no son expresiones contradictorias. Ser conservador no es adherirse a una precisa ideología, sino una actitud no sólo hacia la política sino hacia la realidad en general. El conservadurismo no es una ideología, no pretende proponer, menos imponer, a toda la sociedad un conjunto de recetas o soluciones para los problemas y conflictos políticos. El conservador es enemigo de la revolución y recela del cambio. Invierte, por así decirlo, la carga de la prueba. Si algo ha existido durante tiempo debe tener necesariamente alguna virtud, y corresponde a quien proponga cambiarlo la carga de la prueba: convencer de que el cambio producirá una mejora, un bien. En ese caso, la actitud conservadora asume el cambio. Es, por lo tanto, reformista. Es también enemigo del racionalismo y de su pretensión de que el conocimiento se obtiene mediante un conjunto de ideas o recetas. Por el contrario, se aprende a pescar, a cocinar, a conversar con los amigos y a ser, pongamos por caso, profesor o médico, siguiendo a alguien que sabe hacer correctamente todas estas actividades. Todo lo expuso con brillante y elocuente claridad el pensador inglés Michael Oakeshott.
Y todo esto, liberalismo y conservadurismo, apoyado en la concepción cristiana de la persona. Creo que de aquí cabe extraer un programa, es decir, una política de ideas para el PP. Así, defenderá la unidad de España, la Constitución (acaso proponiendo una reforma vigorosa del Título VIII), la democracia liberal, la economía social de mercado, una fiscalidad menguante, parará el proceso de ingeniería social emprendido por el presidente del Gobierno y trabajará bajo el valor de la libertad. Pero, por encima de todo, dejará de entrometerse en el contenido moral y religioso de la educación. A los Gobiernos les corresponde garantizar el ejercicio del derecho a la educación, pero no determinar su contenido. Sí deberá promover la libertad de enseñanza y los ideales clásicos de la cultura europea basados en la filosofía griega, el derecho romano y la religión cristiana. Si así lo propone y lo hace, probablemente ganará las elecciones y, lo que es aún más importante, cumplirá con su deber.