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Si no luchamos junto a Ucrania, no la animemos a morir

La OTAN, Washington y Bruselas no hacen nada serio para ayudar: si no vamos a luchar con ellos, que sería lo propio, no les animemos al menos a morir

Podemos ha criticado el envío de armas a Ucrania por una razón perversa, equivocada e inhumana que, como un reloj estropeado, quizá dé sin embargo la hora correcta: con las cuatro metralletas de Sánchez tienen las mismas opciones de resistirle a Rusia que Pablito Echenique de ser reclutado por la selección venezolana de baloncesto.

Ione Belarra e Irene Montero no se han negado movidas por un humanitario deseo de ahorrar vidas antes de la inevitable claudicación; sino por ondear la triste banderita del «No a la guerra» para la exigua cabaña ideológica doméstica que aún se mueve por alegatos de pacifismo autocomplaciente mientras a seres humanos como ellos, pero con menos suerte, les bombardean sin piedad.

Y también porque, pese a la intentona de presentar a Putin como el primo ruso de Abascal, saben perfectamente que su expansionismo «desnazificador» y sus aliados comunistas (Cuba, Venezuela, El Salvador, Nicaragua y China) son rasgos genuinamente soviéticos. Y hacen malabarismos por conjugar la condena al exagente del KGB con la salvaguarda del mito de la URSS en el que abrevan buena parte de su ideario político.

Pero que la tropa podemita no diga lo que dice por las razones correctas y tampoco remate su reflexión con un añadido relevante a modo de hipótesis alternativa, no significa que por una vez, y sin querer, no tengan algo de razón.

¿La triste ayuda europea puede ser suficiente para que el heroico pueblo ucraniano resista e incluso rechace la violenta invasión soviética? ¿Aumentar la defensa invita a Moscú a incrementar la ofensiva? ¿Merece la pena prolongar el asedio si el desenlace no varía y solo servirá para elevar la cifra de muertos y destrucción a baremos impúdicos? ¿Si las opciones son, exclusivamente, caer hoy o caer en dos semanas y la diferencia entre ambas opciones son millones de muertos, tenemos derecho a animarles a resistir con balas de fogueo?

Diez días después de desatarse en Europa la peor guerra desde 1939, Ucrania no ha sido admitida ni en la OTAN ni en la Unión por los procedimientos de urgencia que, de haberse querido, se hubieran activado. Tampoco se le ha prestado la ayuda militar que, de pertenecer a esos clubes o simplemente de tener intención, ya hubieran recibido.

El razonable temor a una extensión del conflicto y a una escalada nuclear explica esa actitud de soplar y sorber a la vez, tan inhumana como lógica y resumida en la teoría del mal menor: mejor que caiga Ucrania a que caiga todo el planeta.

Pero si esa es la conclusión de un Washington cabizbajo y una Bruselas superada, ¿no les debemos a los ucranianos un ejercicio de honestidad total para que, si deciden seguir luchando, no lo hagan al menos impulsados por la falsa sensación de que tienen ayuda y que solo con su valor sobrevivirán?

No se trata de decirles que se rindan. Pero sí al menos de no mentirles diciéndoles que pueden ganar mientras Occidente se dedica a imponer sanciones económicas más dañinas a este lado del Telón de Acero; a enviar mantas y litros de leche que nunca llegarán y a tapar sus vergüenzas propias, su cinismo, su blandenguería y su egoísmo con discursos huecos y poses para la galería.

Si no vamos a luchar con ellos, que sería lo propio, no les animemos al menos a morir. Está bien citar al almirante Méndez Núñez con aquello de «mejor honra sin barcos que barcos sin honra», pero con el requisito previo indispensable de que la flota hundida sea la tuya.