Y cuando se le tambalea el tinglado: Vox
Con la tropa de aliados que tiene, a Sánchez ya no le funciona ponerse estupendo con el partido de Abascal
Sánchez está en un gran momento. Acaba de palmar las elecciones en Castilla y León, tras haber encajado el año anterior el «ayusazo». En la mayor crisis internacional de lo que va de siglo no pinta nada, expulsado por Estados Unidos del círculo de poder donde se toman las decisiones, porque no se fían ni de él, ni de su equipazo de cerebros socialistas y comunistas. En su Ejecutivo se sientan personajes de ideario friki, que guardan una equidistancia tontolaba –y más bien suicida– entre Putin y la OTAN y llaman al PSOE «partido de la guerra». En economía, el Gobierno contempla como comentarista la escalada de precios que está agobiando a las familias, con una Nadia Calviño que se ha revelado como lo que siempre fue: una alta burócrata carente ideas. El credo energético ecologista, que Sánchez había convertido en una suerte de nueva religión laica, se ha revelado miope, pues la UE se está replanteando la alternativa nuclear para dejar de ser rehén de Rusia, de la que recibe el 40 % de su gas y el 25 % de su petróleo (algunos países incluso se plantean encender otra vez las viejas centrales de carbón). Por último, la crisis del PP, con la que el PSOE se frotaba las manos, le ha salido rana, porque Feijóo será un adversario electoral mucho más complicado que Casado, quien por lo que sea no acababa de chutar.
¿Y qué hace Sánchez ante semejante panorama? Los sabios labriegos de antaño ya decían que «donde no hay mata, no hay patata». Así que lo único que se le ocurre es exprimir dos comodines gastados. Uno es la liturgia feminista al calor del 8-M, monserga bastante forzada, pues la verdad políticamente incorrecta es que España es hoy uno de los mejores países del mundo para las mujeres. El segundo comodín es Vox: estigmatizar a la malévola «ultraderecha» con grandes aspavientos «progresistas» y carita compungida. Sánchez exige al PP que no acuerde nada con Vox y que se establezca en toda España un cordón sanitario contra el partido de Abascal. Un discurso autoritario, pues niega el pan y la sal, el mero derecho a existir, a una formación con 3,6 millones de votantes y que respeta el marco de la democracia española, aunque sea crítica con algunos de sus aspectos (y abiertamente beligerante contra la pretensión de la izquierda de imponer un pensamiento único). Pero además de autoritario, el planteamiento de Sánchez resulta ridículo por su estruendosa incongruencia. Mientras se pone estupendo con Vox, chapotea encantado en el lodo, coaligado con los comunistas, ideología que debería estar enterrada para siempre en el basurero de la historia, y sostenido por los partidos liderados por un terrorista vasco y un conspirador sedicioso catalán, ambos condenados por ello a sendas penas de cárcel.
Mi pronóstico es que en las próximas elecciones generales a la izquierda ya no le funcionará el recurso de demonizar a Vox. Entre otros motivos, porque el partido verde parece haber iniciado un inteligente giro hacia un tono más institucional, de menos brocha gorda y más pincel fino. Vox es un partido homologable, y cada vez más españoles entienden que como tal debe ser tratado. Lo que en cambio continúa siendo inadmisible es ostentar la presidencia de España gracias al sostén de partidos que sienten asco hacia ella y que demandan mesas de diálogo para quebrarla (ya que en 2017 comprobaron que no son todavía lo suficientemente fuertes para romperla saltándose la ley a la brava).
El problema de España no es Vox, aunque pueda gustar más o menos. El problema es que nos gobierna una persona de psique amoral, a la que todo le da un poco igual con tal de salvaguardar su ombligo. Un estadista que el lunes dice muy serio que no va a enviar armas a Ucrania y el miércoles anuncia igual de serio que sí las envía. Un presidente que asegura que apoya a la Corona, pero que en la práctica la está erosionando con su campaña constante –y jurídicamente fallida– contra el Rey Juan Carlos. Un dirigente aficionado al nepotismo, que inventó un cargo en la Administración del Estado para regalarle un buen sueldo a cuenta del erario público a su mejor amigo, un arquitecto que había tenido que emigrar a Estados Unidos porque no encontraba trabajo. Un político habilidoso en la marrullería, sin duda; pero torpón en lo importante, como muestra su patoso y enmarañado diseño para los fondos de la UE. Un gobernante tres veces condenado por el Tribunal Constitucional por vulnerar nuestros derechos fundamentales durante los estados de alarma.
¿Cordones sanitarios? Sin duda la democracia española necesita instaurar uno con urgencia, que debería rezar así: los políticos españoles que aspiren a la presidencia del Gobierno se abstendrán de acceder al cargo con el apoyo parlamentario de partidos que se declaran separatistas. Solo con esa simple frase en la Constitución empezarían a arreglarse muchas cosas.