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El campechano Bardem

Es incomprensible cómo un multimillonario como él, con una excelsa carrera en la interpretación y con dotes artísticas indudables, está siempre enfadado con España e insultando a nuestros mejores símbolos

A Javier Ángel Encinas Bardem siempre se le calienta la boca. Es incomprensible cómo un multimillonario como él, con una excelsa carrera en la interpretación y con dotes artísticas indudables, está siempre enfadado con España e insultando a nuestros mejores símbolos. A él le indigna que los españoles no votemos en masa a la izquierda, esa patria de los desheredados a la que él defiende desde mansiones en Malibú y del brazo de su mujer, Penélope Cruz, a la sazón imagen de Chanel, una ONG que –como todo el mundo sabe– dedica sus ingentes plusvalías a socorrer a los desfavorecidos del Congo, a los refugiados de Ucrania y a los obreros de Vallecas.

Su penúltimo escupitinajo se lo ha dedicado al Rey Juan Carlos. En un ambiente cordial en el que estaba recibiendo el premio Feroz (le viene al pelo la distinción) por su interpretación en la película El patrón, y con el buen sabor de boca de haber sido nominado de nuevo a los Oscar, Javier se burló del padre de Felipe VI y de su campechanería por la que –dijo– los españoles le habían consentido sus desmanes económicos. Con ese resabio sectario que le caracteriza y su legendario desprecio a la libertad ajena, se arrogó el derecho a menospreciar a un jefe de Estado que favoreció que él pueda decir lo que le venga en gana e incurrir continuamente en contradicciones vitales que en Nicaragua o Venezuela le hubieran llevado a la cárcel. O en Rusia, directamente a los frescos parajes de Siberia.

Nunca he entendido qué mecanismo mental les hace a ciertos personajes del espectáculo creer que a los demás nos interesa lo que piensen o que pueden verter su bilis sobre sus potenciales clientes en la sala de cine o en el patio de butacas del teatro. Le ha pasado recientemente a Lola Herrera insultando a Vox y malbaratando así su impecable trayectoria artística. Ser un actor soberbio como es Bardem, reconocido por Hollywood, esa meca benefactora que le forra el riñón, no le da derecho a sentar cátedra con media docena de clichés comunistas que mamó en casa y, menos que nada, a insultar a media España que ha archidemostrado en las elecciones que no traga su hipócrita discurso pijoprogresista.

No sé si ganará o no el Oscar dentro de quince días (yo deseo que sí) ni si donará lo que obtenga (supongo que no), a obras que socorran a esos desamparados en nombre de los cuales se arroga tramposamente hablar, pero sí sé que su historial de imposturas es ya tan inabarcable como sus laureles interpretativos o su amnesia sobre el rechazo a la guerra, que solo le arrebata cuando gobierna Aznar, Bush o Trump.

Hágame caso, señor Bardem, absténgase de menospreciar a los símbolos que sí nos representan. Usted, a lo suyo: a cantar como hizo el viernes con Miguel Ríos, a los aviones privados como quintaesencia del ecologismo postmoderno, a los trajes de Armani y a las comilonas con Johnny Depp. Ahí gana usted en campechanería al Rey Juan Carlos. Dónde va a parar.