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El felpudo sindical

Los sindicatos entonces se echaron a las barricadas contra Rajoy y hoy no salen de las mariscadas con Sánchez

La última vez que se vio a un sindicalista de CCOO y UGT trabajando, en España se pagaba en maravedíes. Existe la sospecha, sin prueba documental definitiva, de que pudo haber un caso posterior, el de un liberado de RTVE que, de manera inesperada, intentó en cierta ocasión moverse de la silla, en un escorzo que unos interpretan como un intento de marcharse del puesto de trabajo hora y media antes de disfrutar de la hora y media de bocadillo y otros, los menos, como un amago temerario de levantarse a poner un fax cuando el fax ya no existía.

Leyenda o historia real, en ambos casos el epílogo del memorable momento fue el mismo en boca de todos los trovadores: fue disuadido por la sección de Intervención Rápida del Comité de Empresa, compuesta por 723 liberados y designada para abortar toda intentona de sentar un mal precedente.

Desde entonces, todo ha discurrido por los caminos del sosiego que algunos, con notable insensibilidad hacia el heroico esfuerzo obrerista, han querido pisotear con chistes zafios sobre la labor sindical:

– ¿Ustedes no trabajan los jueves por la tarde?

– No, no, los jueves por la tarde no venimos. Cuando no trabajamos es el resto de la semana.

En febrero de 2017, cécéóó y ojeté convocaron cuatro jornadas de protestas como cuatro soles contra Rajoy, con un lema en sus pancartas que presentaba a España como a la Albania de Enver Hoxha a efectos de pobreza, pero en una versión ultraderechista adaptada a la naturaleza radical que todo el mundo percibía en el peligroso registrador de la propiedad pontevedrés que gobernaba injustamente el país.

Entonces estaba la luz a 76 euros el megavatio; al 2.29 por ciento la inflación y a 1.2 euros el litro de Súper 95. Todos precios entre dos y diez veces inferiores a los que ahora, cuando ya gobiernan los buenos, pagan por esos mismos productos los españoles. Pero el matiz, que explica por qué entonces se echaron a las barricadas y hoy no salen de las mariscadas, es crucial: no es lo mismo un precio razonable, pero facha que un atraco insoportable pero progresista.

Y el que no lo quiera ver, tiene un problema muy serio de franquismo y se merece un cordón sanitario.

No faltarán quienes piensen que la agresividad sindical del pasado y la pasividad del presente tienen que ver con algunas canonjías que le permiten a las Comisiones Generales gastar más en personal que la Casa Real en todos sus conceptos; recibir subvenciones de 17 millones anuales; volver a ser protagonistas en el mercado laboral o hasta remozar sus sedes, desgastadas por la frenética actividad laboral que, como hemos visto, allí existe desde que Judas le hiciera a su patrón el primer piquete informativo de la historia.

Pero no, lo que hace de Josep Álvarez y Unai Sordo dos gloriosos felpudos de Sánchez no es el dinero, la tarjeta de crédito de los pobres que decía McLuhan. Lo que les convierte en alfombras de saldo del presidente es ver a transportistas, amas de casa, comerciantes, parados y currelas desesperados y pensar de ellos, si protestan por no llegar ya ni a mediados de mes, que todo es una conjura fascista para derribar al Gobierno. De estómago van sobrados, pero se han quedado sin corazón.

Posdata. Escritas ya estas líneas, los sindicatos anuncian una protestita que, en realidad, confirma su felpudismo. La harán el 23, víspera del Consejo Europeo, para apoyar a Sánchez y no para protestarle a Sánchez, que sería lo oportuno según su «Doctrina Rajoy». Le acompañan así en su performance para simular que él va a arreglar la crisis energética europea y para que los malos sean, cómo no, esos tipos grises de Bruselas. No cuela.