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Vamos a contar lo que no se quiere ver

La singular historia de un original país que seguía silbando alegremente mientras bordeaba un precipicio

Érase que se era un divertido país donde el 82 % de sus empresas eran minúsculas, con menos de tres empleados. Además, las personas que percibían su nómina del Estado (funcionarios, parados y pensionistas) superaban en número a los que trabajaban en una empresa privada y, por encima, cobraban más que ellos. En aquella curiosa nación, los niños ya no soñaban con triunfar en el campo privado, sino que tenían clarísimo lo que querían ser de mayores: funcionarios. Nada de arriesgarse para intentar prosperar en la vida. Mejor apalancarse en lo segurolas.

Aunque a primera vista podía no parecerlo, en la práctica se trataba de un país socialista, donde su clase media era vareada a impuestos para mantener un enorme tinglado estatal, que expandía sus tentáculos sin descanso (de 2015 a 2020, el número de funcionarios había subido un 12 %, más del doble que los empleos del sector privado).

Fruto de este alegre modelo, las cuentas públicas se estaban yendo directamente al carajo. A finales del siglo XX, el país había tenido un presidente liberal, que se tomó la deuda en serio y la fue rebajando año tras año. Además, intentó acercar al país a los centros de poder planetario y atraer capital exterior. Pero tras su etapa llegó un mandatario descerebrado, muy amable y muy «progresista», que pensaba que la economía iba sola, en piloto automático, así que dedicó su tiempo al lavado de cerebro ideológico.

Hasta que con el pinchazo subprime todo reventó. Ante aquel marasmo, el público se asustó y votó en masa a un candidato que en teoría pasaba por liberal-conservador. Pero en realidad aquel caballero, funcionario de profesión, gastaba también alma socialdemócrata. No se atrevió a tocar ni una coma de la ingeniería social del socialista atolondrado que lo había precedido y cogió el país en 2011 con una deuda pública del 69,9 % y cuando cayó, en 2018, la había disparado al 97,5 %. Además, para salir de la crisis, aquel presidente de carácter irónico y porte parsimonioso acometió una tremenda devaluación de los salarios. Aunque los datos macro iban mejorando, en realidad la clase media salió de aquel tratamiento de choque muy empobrecida (y cabreada). Por supuesto, el imperio mental del «progresismo» quedó intacto. Aquel Gobierno de teórica derecha incluso llevó a cabo una reforma televisiva que permitió expandir con brío el populismo izquierdista.

Pero si parecía que el país ya lo había visto todo, todavía le faltaba lo peor: un tacticista amoral, que mentía como quien respiraba, que se entregó a un nivel despilfarro que jamás se había conocido y que gobernó el país coaligado con quienes deseaban destruirlo. Los consejos de ministros, donde ahora se sentaban algunas personas que jamás habían hecho nada en sus vidas, pasaron a convertirse en los martes y viernes «sociales». Con un frenesí peronista, se dilapidaba alocadamente un dinero que el país no tenía. Este mandatario, que ahí sigue –levitando y mirándose al espejo para contemplar arrobado lo guapo que es– ha disparado la deuda pública al 118 % del PIB y está firmando el peor déficit de una nación puntera de la UE. Su receta es muy sencilla: más gasto, más brasa fiscal y más inquina contra todo aquel que levante la cabeza esforzándose.

En resumen: un modelo disparatado, con riesgo de irse a tomar por saco si llega una sola curva más. Pero al gran público nada de esto parecía preocuparle, pues estaba muy entretenido saliendo de cañas, apalancado delante del streaming y pensando en lo guay que va a ser «el finde». Por supuesto, bien adoctrinados por la televisión prosocialista –que es casi toda–, y perfectamente atontados por unos absurdos programas de chusma social, con los que se hace de oro un multimillonario italiano (envuelto en su país en sombras de corrupción y turbios escándalos lúbricos).

¿Qué puede hacer este país para salir de la carretera a la ruina por la que circula? Pues es evidente: dar un brusco volantazo para virar el rumbo político y social. Acometer reformas radicales, racionalizar el gasto público, dar alas a los empresarios, propiciar que llegue capital exterior, idear una nueva fiscalidad, que no cruja a la clase media, y recuperar la cultura del esfuerzo de nuestros padres y abuelos (amén de propiciar una revisión de los valores morales que emanan del Gobierno, que ahora mismo pasan por fomentar la subcultura de la muerte, el rencor social, el odio de clase y el revanchismo por una guerra de hace ochenta años).

¿Puede hacerse? Solo depende de nosotros. Así que está difícil. Llevamos demasiados años de anestesia.