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Guerra y verdad

Europa lleva décadas padeciendo una grave crisis moral que parecía haber sanado la segunda guerra mundial

Hemos vivido demasiado tiempo colectivamente en el error, en el error culpable, tal vez en la mentira. Y en la mentira no se puede vivir de manera estable, sólo malvivir, quizá morir. Acaso la guerra en Ucrania, pero a un paso de la OTAN y, por tanto, a un paso de España, contribuya a destruir el vergonzoso muro de la mentira en la que vivíamos instalados. La guerra es un terrible mal, pero no un mal absoluto, ya que puede ser ocasión, acaso involuntaria, para promover bienes. Para empezar todo lo que parecía importante se ha desvanecido como pura farsa. El programa de ingeniería social se revela ahora (en realidad, lo ha sido siempre) como una patraña totalitaria. ¿Qué sentido tendría ahora hablar de ideología de género en Ucrania? Nuestro bienestar se sustentaba en la dependencia energética y nuestra defensa requiere más el rearme (no sólo moral) que el pacifismo de algarada o salón. Y, de repente, comprendemos lo que son el sacrificio, el patriotismo, los valores, el heroísmo y el verdadero amor (y no la vacua filantropía moderna). La guerra destruye vidas, pero, a veces, también puede acabar con las mentiras, porque con frecuencia despiertan a los pueblos del sueño confortable del error. La guerra puede ser el «grito de Dios» (C. S. Lewis) para los pueblos.

La discordia en España no afecta sólo a la nación, sino al propio Gobierno. Los dos partidos que lo forman (no hablemos de los que les apoyan) están divididos. Sólo el ansia de poder es el cemento que los mantiene inestablemente unidos. No coinciden en la actitud hacia la guerra. Tampoco en la necesidad de rebajar los impuestos. Por no coincidir, no coinciden ni en el feminismo. La crisis económica española es anterior a la guerra. Ésta sólo hace agravarla. Y, como sube insoportablemente la electricidad, hay quien propone subir los impuestos a las eléctricas. Claro, para que bajen los precios.

Europa lleva décadas padeciendo una grave crisis moral que parecía haber sanado la segunda guerra mundial. Duró poco. Fue un espejismo. Y en España esta crisis reviste un grado superlativo. Es necesaria una renovación de la cultura europea, del espíritu europeo. En 1922 el filósofo Edmund Husserl, ante la tribulación de la primera gran guerra, escribía que el conflicto armado «ha puesto al descubierto la íntima falta de verdad, el sinsentido de esta cultura. Justo este descubrimiento significa que la auténtica fuerza impulsora de la cultura europea se ha agotado». Europa ha perdido, junto a la vigencia de la fe cristiana, la fe en sí misma. Y esperamos, necesitamos que algo suceda. Pero no vale el impersonal. Es necesario que lo nuevo suceda en nosotros y que así recuperemos la fe perdida: fe en el valor de la cultura europea, de su religión, su filosofía, su derecho, su arte, sus instituciones públicas, sus universidades. Necesitamos un progreso ético bajo la guía del ideal de la razón. Husserl pensaba que ni el pesimismo escéptico, «ni la desvergüenza de la sofística política que domina nuestro tiempo, y que se vale del discurso de la ética social sólo como disfraz de los fines egoístas de un nacionalismo totalmente pervertido, serían posibles si los conceptos que acerca de la colectividad surgen de una manera natural no estuvieran, pese a su naturalidad, afectados de horizontes de oscuridad, de mediaciones que se enredan y ocultan entre sí, y cuyo discernimiento clarificador excede con mucho las fuerzas de un pensamiento no formado».

Los negadores de la verdad y amigos de la mentira son los principales responsables de la crisis, que es moral y, por ello, filosófica. Pero el hombre necesita la verdad, no puede vivir sin ella. O la posee o debe buscarla. Lo que no puede es vivir instalado en la mentira, como ha hecho el hombre europeo durante las últimas décadas. Acaso una indeseable y criminal guerra le ayude a despertar del sueño dogmático de la mentira.