La peineta de Celaá
Cualquier principio moral se volatilizó al contacto con Celaá, que llegó a decirnos que los hijos no pertenecen a los padres sino al Estado
Se nos había olvidado, pero uno de los grandes disparates de Sánchez en política exterior, Marruecos mediante, ha sido colocar como representante ante la Santa Sede a Isabel Celaá. Dicen las crónicas y muestran las fotos que la nueva embajadora acudió el viernes ante el Papa con peineta: un privilegio vaticano, como la etiqueta de vestir de blanco para las Reinas católicas. Fue estupefaciente ver a la responsable de acabar con el peso de la asignatura de Religión en la formación de los niños españoles, colocarse encima todas las dignidades para acudir al Vaticano. Porque, por mucho que tire de tradiciones, Celaá no nos la da con queso a los que sabemos bien que la que presentó sus credenciales ante el Santo Padre ha sido la más sectaria ministra que ha tenido nuestro país, en dura competencia con Dolores Delgado, Irene Montero o Ione Belarra. Es decir, que, para peineta, la que nos la hizo a los españoles durante los tres años y un mes que ocupó un sillón en el Consejo de Ministros.
Cualquier principio moral se volatilizó al contacto con Celaá, que llegó a decirnos desde la poltrona del Ministerio que los hijos no pertenecen a los padres, sino al Estado, paso previo para ser instruidos por la reeducación sanchista que los transformaría en buenos servidores del régimen. En ella habitaba todo el dogmatismo de la izquierda, incluida la exclusión del español en Cataluña y la pretensión igualitaria que escondía el triunfo de la mediocridad y la muerte del mérito y el talento en las aulas.
Y cómo olvidar que la forrada ministra de Sánchez pudo llevar a sus hijas al colegio que su desahogada chequera le permitió, pero negó a los de las clases medias y trabajadoras elegir la educación concertada, a la que castigó por prejuicios ideológicos. En su tarjeta de visita no puede faltar que fue condenada por la Junta Electoral Central por hacer electoralismo desde La Moncloa. No me negarán que no caben mayores atributos para ocupar una de las Embajadas más importantes de España.
Pero ya sabíamos que ser honesto no tiene premio en los mundos de Pedro Sánchez. Muy al contrario, son los políticos deshonestos, sectarios y moralmente escasos, aquellos que hallan su recompensa en cualquiera de los pesebres calentitos del sanchismo. En plena canícula madrileña, Isabel Celaá fue cesada fulminantemente en una purga sanchista muy propia del menguado personaje, pero el presidente aquel día la tomó por el brazo, la condujo a los ventanales desde donde se escucha el arrullo del agua en la fuente en la que Machado requebraba a Guiomar, y le prometió que antes de que la primavera llamara a su puerta, dormiría en Piazza España con Via Condotti, donde palpita la política de lo eterno, donde a pocos pasos te topas con un Caravaggio o con la tumba de Bernini, como relató siempre Francisco Vázquez, él sí un digno embajador de España.
Dicen que la cara es el espejo del alma. Y a Celaá ni siquiera la lavandería del palacio de la Embajada, en cuya lumbre se inspiró Velázquez para pintar la Fragua de Vulcano, le borrará del rostro la infamia con que trató a los compatriotas que ahora dice representar ante el Papa.