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Ayudemos a Sánchez

No es ya que te pique tras ayudarle a cruzar el río; es que además te exige que le aplaudas mientras te hundes, paralizado por el veneno, en lo más hondo del fango que él mismo ha esparcido por toda España

Hay que concederle a Sánchez una cosa, por incompetente, artero, negligente e inmoral que pueda parecernos: nadie tendría sencillo sobrevivir a cualquiera de los sucesos que le ha tocado sufrir desde que llegara la Presidencia a lomos de los jinetes del Apocalipsis y activara una especie de maleficio que le persigue como la perversa sombra de su propio inconsciente descrita por Carl Gustav Jung, esa eminencia de la psiquiatría que estudió como nadie los complejos.

La guerra, el crack económico o la pandemia son, cada uno de ellos por sí solos, un Tourmalet suficiente para romperle las piernas al más reputado político. No digamos si te caen las tres plagas, a la vez, y en lugar de Winston te llamas Pedro. Por mucha plaga que tú seas, no hay antídoto contra todas las demás juntas.

Hechas las presentaciones y presentadas las credenciales, veamos por qué esa introducción complaciente y disculpatoria no es, sin embargo, suficiente atenuante para el susodicho, perfecto ejemplo de la definición de activista político atribuida a Groucho Marx, como un sujeto dispuesto a buscar problemas inexistentes, definirlos con un diagnóstico falso y afrontarlo, por último, con una terapia equivocada.

Porque si Sánchez ha demostrado ser un virtuoso en la zancadilla, ha evidenciado con la torpeza más infinita su dificultad para entender el juego limpio y buscarse los aliados necesarios para aplicar esas reglas: nadie podría negarle apoyo a un presidente sumido en un problema mucho mayor que su subsistencia si el interfecto hiciera algo tan revolucionario en la izquierda española como decir la verdad y pedir ayuda.

Aquel «¿por qué no te callas?» del Rey Juan Carlos a Hugo Chávez, en defensa de Rodríguez Zapatero, resume una cualidad muy española que Sánchez es incapaz de entender, ni siquiera con la pista ofrecida por Roosevelt para justificar su defensa al dictador nicaragüense Anastasio Somoza: «Tal vez sea un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta».

A España se la comen por los pies la ruina, la guerra, el miedo, la incertidumbre y el hartazgo, pero Sánchez sigue pensando en cómo sacar un conejo de la chistera que le permita mantener su relato de que nuestro principal problema es Franco y todos los sacramentos que le quieran poner al guiso de tanto maquis de pega.

Un presidente que no reacciona ni siquiera cuando faltan el pan y la leche en el supermercado y se limita a tildar de ultraderechista a la pléyade de currelas con el depósito de lentejas vacío y el de ira repleto; es un presidente irrecuperable: no quiere alianzas, sino rendiciones; y no busca remedios, sino coartadas.

Y con ese percal, es difícil darle tregua: cada vez que las circunstancias lo han reclamado y Sánchez la ha disfrutado, su respuesta es la del escorpión en la fábula con la rana: no es ya que te pique tras ayudarle a cruzar el río; es que además te exige que le aplaudas mientras te hundes, paralizado por el veneno, en lo más hondo del fango que él mismo ha esparcido por toda España.