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Lo que aprendimos en algunas guerras

Del Sarajevo arrasado o del Líbano laminado ha salido una nueva convivencia. Difícil, sin duda. Pero cuando veo cómo es arrasada Ucrania, me acuerdo de Beirut y pienso en que un día volverá la paz. Y que habrá corrido mucha sangre para absolutamente nada

Probablemente cada guerra es distinta de la anterior. Pero con toda seguridad todas son muy parecidas. Cuando veo las imágenes de Mariúpol me vienen a la cabeza las de tantas otras ciudades destruidas por las confrontaciones bélicas. Casi siempre por unas guerras absurdas. Y ésta de Ucrania lo es como ninguna.

Recuerdo siempre la guerra del Líbano de la que viví sus últimas bocanadas en 1989-90. Ser cristalero era un buen negocio en Beirut. Llegué allí con 23 años y sin conocimientos de casi nada. El encargado de negocios de la embajada de España, Norberto Ferrer, se apiadó de mí y me invitó a quedarme en la residencia. Todavía había en las paredes sangres del embajador Perico Arístegui y de su familia. Pasábamos las noches en un refugio mientras oíamos como sobrevolaban la embajada los disparos de los «órganos de Stalin» que tanto empleaba el ejército del dictador sirio, el tirano Hafez al-Assad al que ha hecho bueno su hijo, el tirano mayor Bashar al-Assad.

La miseria, el hambre, las peleas por controlar una calle... la destrucción poco a poco de la convivencia. Estas guerras entre comunidades que han compartido tanto suelen ser las peores. La pluralidad religiosa era un signo de identidad del Líbano. Había muchos matrimonios mixtos, obligados a alinearse en uno u otro bando.

El 6 de abril de 1997 tuve el privilegio de acompañar al Archiduque Otto de Habsburgo al Sarajevo arrasado por la guerra de Bosnia-Herzegovina. Él todavía era miembro del Parlamento Europeo y viajaba en esa calidad a una ciudad sobre la que había reinado su padre, el Emperador Carlos. Otto fue recibido por la Presidencia del país. Y aquello fue una de las escenas más ridículas que he visto nunca. Las heridas de la guerra eran profundas y como forma de buscar una salida, se había pactado una Presidencia tricéfala en la que había un serbio, un croata y un musulmán. Todos en igualdad de condiciones. Los tres tenían despachos idénticos en el mismo edificio. Y los tres tenían un único salón en el que recibir las visitas. Así que llegamos allí a las 10 de la mañana y se nos indicó una pequeña sala en la que esperar. Se abrió una puerta y fuimos introducidos en el salón de audiencias donde nos esperaba el presidente croata. Nos sirvieron un café sin preguntarnos si lo queríamos. El anfitrión dijo unas breves palabras, el Archiduque le explicó la razón de la visita y en 15 minutos había terminado aquello. Fuimos devueltos al mismo cuarto en el que habíamos esperado antes y unos minutos después nos encontramos en el mismo sillón que habíamos visto al croata, al presidente musulmán. Una vez más nos sirvieron café a todos sin preguntar, el musulmán dijo unas palabras, el Archiduque repitió las mismas que había pronunciado unos instantes antes y en 15 minutos volvíamos a la salita lateral para volver a repetir todo con el presidente serbio cinco minutos después. Taza de café no requerida incluida. Esta escena que parece de ópera bufa es una buena demostración de las heridas que dejan las guerras en la convivencia. Y eso que en 1997 ya se había superado lo peor de la guerra y el ex primer ministro sueco, Carl Bildt, había conseguido esa convivencia patética entre las comunidades.

Del Sarajevo arrasado o del Líbano laminado ha salido una nueva convivencia. Difícil, sin duda. Pero cuando veo cómo es arrasada Ucrania, me acuerdo de Beirut y pienso en que un día volverá la paz. Y que habrá corrido mucha sangre para absolutamente nada.